Byron Barrera Ortiz
Una de las grandes obras de la Revolución de Octubre de 1944 fue la creación del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social. El presidente Arévalo mandó traer al costarricense Óscar Barahona Streber, para que apoyara las bases del proyecto, el cual se convirtió en ley dos años después por decreto 295 del Congreso de la República. En Costa Rica el seguro social se había creado en 1941, y es tal la evolución que ha tenido ese país que actualmente la cobertura es casi universal, mientras en Guatemala apenas cubre al 17 por ciento de la población económicamente activa, entre otras razones porque, el Estado, uno de los tres contribuyentes, no paga la cuota que le corresponde. Se calcula que para el año 2021 esa deuda rebasará la suma de Q55 mil millones.
Pese a sus debilidades financieras, el IGSS es una institución que, en sus años de existencia, ha incidido positivamente en la vida de millones de guatemaltecos. Durante la administración de Carlos Contreras (2015-2021), y la del actual presidente, José Adolfo Flamenco Jau, se han superado algunos lastres del pasado y se trabaja en ampliar la cobertura.
En ese contexto, desde hace más de un año el IGSS se enfrenta a un gran desafío: atender los miles de contagios derivados de la pandemia del coronavirus.
Me extendería demasiado enumerando las acciones emprendidas por esta institución para enfrentar la emergencia, pero prefiero referirme a la experiencia del contagio y el riesgo de muerte que me tocó vivir en carne propia, a partir del día 20 de julio, cuando una ambulancia me recogió en mi casa de habitación para trasladarme, con sirena abierta y con oxígeno, a la emergencia del Hospital de la zona 10, donde fui ingresado tras hacer fila y realizar el registro de admisión. Eran las seis de la tarde.
Acceder a una cama permanente no fue fácil, no por negligencia del personal, sino por la excesiva cantidad de pacientes que requerían atención médica por el Covid. Esa semana se empezó a habilitar nuevas unidades para atender la demanda creciente de cada día. Fui mantenido por ratos en un sofá que servía de cama, pero, eso sí, con oxígeno fijo, medicamentos, suero y constantes pruebas de sangre. Era evidente la dificultad para ubicar a tantos pacientes a la vez, unos más graves que otros. Más adelante fui testigo de casos lamentables, entre ellos la despedida de un paciente de su esposa e hijos, por teléfono, al aceptar que su muerte era inevitable. Por supuesto, varios fallecieron al no soportar la enfermedad. Durante mi estancia presencié muchas escenas tristes, impactantes, dolorosas.
El sábado 24 fui finalmente trasladado a la Sala de Cirugía de Hombres, una de las nuevas unidades habilitadas para pacientes con el virus. Con mucha pena, observaba cómo se estremecían los cuerpos de muchos pacientes a quienes doblaba la edad, debatiéndose entre la vida y la muerte, lo que significaba que el Covid 19 se iba extendiendo a jóvenes.
Mientras me iba recuperando, luego de 10 días de tratamiento intensivo, admiré la calidad humana de los miembros del personal médico y paramédico, pero especialmente de las enfermeras y enfermeros que compartían más tiempo con los pacientes, cambiando pañales, regulando el oxígeno, suministrando medicinas, tomando la presión, repartiendo agua, llevando los alimentos, movilizando pacientes a exámenes de rayos X, trasladándolos a los baños y hasta dándoles masajes en la espalda para expandir los pulmones. La paciencia, la valentía, el afán de ayudar, el sobreesfuerzo, eran características del personal. Nunca vi a nadie quejarse o manifestar alguna molestia por las atenciones o servicios requeridos por cada uno de los pacientes.
Me sentí profundamente conmovido por el sacrificado esfuerzo del personal médico y paramédico. Por eso, cuando fui dado de alta, completamente recuperado, reafirmé mi convicción de que los médicos y trabajadores de la salud constituyen el verdadero ejército que la sociedad debería fortalecer, modernizar yhonrar. Son héroes, con quienes la sociedad tiene una gran deuda.