Venezolanos y colombianos unen fuerzas en la ‘orquesta de la integración’

Los músicos y coralistas venezolanos y colombianos ultiman detalles. Algunos tocan de día en el transporte público o en las calles de Bogotá; otros son repartidores, vendedores de comida o estudiantes. En horas todos serán artistas.

El centenar de concertistas afina con esmero los instrumentos: oboes, violines y percusiones, cuyos sonidos de a poco calientan la fría sala de ensayo en el noroeste de la capital colombiana.

Para los migrantes venezolanos, el primer concierto de la recién fundada Orquesta Sinfónica de la Juventud es una oportunidad de reconectarse con la melodía que dejaron al escapar de un país en crisis. Para los colombianos, una ocasión para aprender de músicos fogueados.

«Hemos decidido hacer esta fundación por la fomentación musical de todos los jóvenes migrantes de Venezuela y por todos los estudiantes colombianos que están acá, que de una manera u otra no contaban con un espacio para hacer una práctica musical», explica a la AFP Eduardo Ortiz, presidente de la Fundación para la Integración Musical de Colombia.

Sordo de nacimiento y destacado violinista, este venezolano de 29 años es la cabeza visible del incipiente proyecto que busca brindar una nueva vida musical a los inmigrantes e integrarlos con sus pares colombianos.

«Las calles de Bogotá estaban completamente desbordadas de músicos profesionales que vienen de Venezuela. En cualquier lugar los encontraban porque ese era su trabajo, tocar en la calle. Esa es una parte de la vulnerabilidad que queremos atacar, ‘limpiar’ todas las calles de Bogotá y ofrecerles un espacio digno para hacer música», agrega.

La iniciativa surgió el 17 de septiembre y ya cuenta con donaciones de empresas colombianas. En solamente diez días logró fijar su primer concierto en un auditorio del centro de Bogotá y espera seguir creciendo con aportes de particulares y de gobierno.

Llanto musical

Jair Acosta, de 33 años, es uno de los percusionistas. Hace cuatro años administra un restaurante de comida venezolana en Bogotá, pero durante tres lustros viajó por el mundo con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar B, dirigida por su compatriota Gustavo Dudamel.

Cuando empezó a sentir los primeros coletazos de la profunda crisis económica en Venezuela tuvo que abandonar la agrupación y salir hacia Colombia, como otros 1,4 millones de venezolanos que llegaron a la  nación vecina en los últimos años, según autoridades migratorias. 

Aún tiene vivo el recuerdo de su última presentación. Fue en 2015 en Nueva York donde tocaron la Sinfonía Turangalila del compositor francés Olivier Messiaen. «Lloré casi todo el concierto porque sabía que era el último que iba a tener con mi orquesta», recuerda.

Ahora toma aire y se prepara para volver. «Va a ser muy emotivo…Si todos estamos como se mostró en el ensayo, muy conectados (…) se va a ver reflejado en el concierto».

En la práctica algunos hacen videollamadas para que sus familiares en Venezuela escuchen la música. El celular lo sitúan, cuidadosamente, en la mitad de sus partituras. Otros arriman contra la pared la mochila naranja fosforescente de la empresa Rappi, con la que se ganan la vida haciendo repartos por la ciudad.

Integración

La mayoría de los colombianos son aprendices de músicos. Trece profesores venezolanos les comparten de forma gratuita su conocimiento y experiencia.

Sara Catarine carga con 30 años de carrera como soprano. Cruzó la frontera hace casi tres años porque el dinero no le alcanzaba para alimentar a su hijo, enfermo de leucemia. Obtuvo un puesto como tutora de canto lírico en la Universidad Central de Bogotá y ahora acompaña a los 34 coralistas del show. 

«Ver que una persona solo pueda hacer una comida al día por tocar en la calle o cantar es algo inadmisible», reclama esta mujer de 55 años.

Finalmente, al término del emotivo concierto del viernes, en el auditorio de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de la capital, un grupo de asistentes ondeó una bandera de Venezuela en el escenario en el que se exhibieron los jóvenes talentos ante unas 200 personas.

El director Ortiz asegura que no solamente busca impulsar un proyecto musical sino que quiere que su fundación trascienda y sea ejemplo de la integración de diferentes nacionalidades en tiempos de brotes de xenofobia.

«Al comienzo fue un poco difícil, (fue) como encontrarse con una pared», dice la fagostista colombiana Paula Gil, de 20 años, sobre los primeros trabajos con los músicos venezolanos. «Pero ahora me gusta el ambiente que producen…ellos tienen más disciplina y más nivel».

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