Mario Alberto Carrera
Yo estoy ¡absolutamente seguro! de que el único camino para arribar a una luminosa paz firme y duradera —como reza el tópico— es por medio de una Ley de Reforma Agraria, encarnada en la Ley de Desarrollo Rural Integral (LDRI), que hace ya más de una década —la segunda de las nombradas— que rebota por todos los estamentos del cobarde y escurridizo Congreso de la República, de hoy, de todos los tiempos, de nuestra ingrata y acérrima historia Nacional. Historia acibarada —creada con dedicatoria especial del Señor— para los infortunados de la Tierra; pero, casi con exclusividad, para los niños que mueren recién paridos o de pocos meses; porque en este país hay para el derroche de los señores presidentes de Asturias y para los señoritos satisfechos del CACIF, pero no para el 90 por ciento de los habitantes de Guatemala, país consagrado a la Vía Dolorosa para quienes tuvieron la podrida desgracia de nacer de un útero miserable. Es una falacia lo que en sus primeros capítulos de nuestra Constitución aparece, cuando afirma que, en este país, todos nacemos libres, porque en él la inmensa mayoría ha nacido esclava de la oligarquía, pues al nacer su primero y lastimero vagido la destina, de antemano, a un fatum enchachado, al pauperismo y a la escasez del analfabetismo, el abandono de la escolaridad, el hambre estrujadora y la inhabilitación suprema para alcanzar la propiedad de una sencilla casa o, lo más terrible, la negación de una parcela de tierra para una auto subsistencia.
En estos últimos días hemos estado debatiendo sobre la Ley Electoral y de Partidos Políticos y la inclusión en ella —con igualdad y equidad— del indígena y la mujer, y hemos fracasado. Y sobre el asunto de reactivar la parte de otra ley que permite un expedita ejecución de reos, de aquellos casos en que un hombre hubiera dado muerte a otro.
Pero si pusiéramos los pies verdaderamente sobre la tierra y tuvieran los diputados bien puesta la cabeza sobre los hombros y las criadillas de buen tamaño, darían paso al estudio y programación de todas las instancias para aprobar la Ley de Desarrollo Rural Integral, dando paso a una Ley de Reforma Agraria adecuada a nuestro tiempo, a nuestro espacio miserable y a las diversas formas de ensamble o matrimonio, que se ofrecen ¡hoy!, entre el neoliberalismo y la social democracia, en los países civilizados del mundo. Y haciendo un recordación del New Deal que, en los Estados Unidos, tuvo el valor de proponer ¡y hacer triunfar!, F.D. Roosevelt, pese a la intervención que sus enemigos Hayack y Keynes, y otros, intentaron; y de las que algunas veces ellos salieron triunfantes.
La Ley de Desarrollo Rural puede evitar —lo digo para quienes están exigiendo las ejecuciones y fusilamientos— el demoledor y derribador e incontenible maremoto que se avecina; y que solo encuentra en el crimen, el pan diario que, de otra manera, no se obtiene en Guatemala. No hay fuentes de trabajo ni maneras de ganarse la vida honradamente. Con tal panorama de sangre y negaciones, no queda de otra más que robar y asesinar, aunque se amenace con el patíbulo o el paredón.
Unas cuantas cuerdas de tierra —de subsistencia— lo arreglaría todo y los ricos las deberían ceder sin furias, con amor y con condescendencia. Y con y en el entendimiento de que si la tierra y la riqueza no se reparte ¡al chilazo!, la guerra no terminará. La guerra que tiene mil brazos y mil maneras de manifestarse —en una sociedad dividida como la nuestra— cuyas partes se polarizan cada día más. Esto se manifiesta —como digo— en las acciones espantosas de los sicarios y del crimen organizado. Y en sus articulaciones, en los más altos estamentos sociales, como la Línea 2: mafia mestiza y ladina que aspira a ser capo de Palermo.
Pero frente a este escenario, el Congreso posterga, y no se abre, a la solución que indudablemente puede detener la avalancha mugrosa del terror ambiente, peor y más dilatada en el tiempo que el del Estado Islámico.
Apoyados en el artículo 39 de la Carta Magna, podemos garantizar el derecho a la propiedad privada. Pero el 40 permite, no obstante, que la propiedad privada podrá ser expropiada por razones de utilidad colectiva, beneficio social e interés público. No cabe duda de que la Constitución —o más bien quienes la redactaron que no fueron todos los que la suscribieron— o son medio esquizofrénicos —o sea escindidos mentales— o fueron lo bastante medio listos como para dejar la puerta abierta a la Ley de Reforma Agraria. Imposible, esto último, porque la mayoría de ellos son francamente neoliberales y, por lo mismo, avaros, acumuladores, codiciosos, ruines y mezquinos. Hay, dichosamente, esta contradicción constitucional. Y de allí y de otros documentos, como el Convenio 169 de la OIT y de la ONU signados por Guatemala, hay que partir. Los Acuerdos de Paz no sirven ni para limpiarse el chiquirín. Son cobardes. Tímidos. Desviados.
Con un Ministerio de Asuntos Agrarios ¡para luego es tarde!; y nombrar a la cabeza de tal cartera, a Daniel Pascual o a alguien del CUC o movimientos similares, antes de que la guerrilla huehueteca (FAC) tumbe a Big Pitahaya Morales, a sus militares de AVEMILGUA y a la plutocracia nacional, que apesta a dinosaurio y a vieja sin bañar.
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