Un juez que tiene el espantoso oficio de distinguir el bien del mal y desvelar la verdad de cincuenta y tantos imputados

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Mario Alberto Carrera


Confieso que debería ir a la sala de vistas del palacio de justicia. Cuarentimuchos años de periodismo me deberían obligar a ver el juicio acaso más importante de la historia de Guatemala, personalmente.

Salgo sólo que repiquen fuerte o que yo sea el protagonista de la representación. De manera que, muy asustado, pero tendido en una enorme cama que me termina de ocultar del mundo, soy testigo de la audiencia en la que el juez Gálvez, tiene la ¿osadía, la intrepidez?, de empezar a juzgar —con dulzura— a casi  60 imputados cuya ¡verdad y cuya maldad!, tiene que desvelar, en una audiencia sólo preliminar, preliminar al fin.

Desde mi pequeña pantalla observo el gran teatro donde el crimen se pasea. Ha terminado casi el juez de repartir leves castigos, penas pequeñas y —si hay buena suerte— arresto domiciliar sin vigilancia, porque los policías tienen que atender cosas más urgentes, de manera que sábados y domingos podemos irnos al puerto, o a donde nos dé la gana. Pero, ¡ala gran!, hasta sin fianza, lo cual añade otra moña al festejo. (Ya no diga guinda: tópico hortera). A otros les ha dado hospital —porque el cerebro se les está tullendo— aunque hace sólo unas semanas presidíamos bancos y dirigíamos vidas y haciendas. El juez es bondadoso. Se deja ver la cara o se hace. Los fiscales callan también muy condescendientes. Yo esperaba que protestaran y se opusieran al juez. Lejos de ello, se añaden —con gracia— a la opinión de que algunos vayan a los hospitales, asilos o lujosos domicilios de caciques. Proceden —los del MP— a pedir —porque les toca y es el caso— el tiempo que consideran que han de emplear para las investigaciones o ratificaciones que siguen. Y es en ese momento preciso —jueves 4— cuando la adrenalina vuelve a recorrerme profusa. Yo, lector, la fabrico en cantidades industriales. Yo soy la adrenalina sin serotonina. Yo soy el puro nervio que se yergue ansioso en cuanto comienzo a escuchar a alguien que habla en estos términos y con tonante verbosidad diciendo cosas como: el proceso debe tener y encontrar su fin y finalidad en el descubrimiento o desvelamiento de la verdad, pero —después de un estira y afloja entre juez y abogados defensores— el MP y la CICIG acatan ¡borregamente!, el tiempo que los imputados piden para estar en la cárcel VIP de Mariscal Zabala, que no debe rebasar los tres meses. ¡Y lo logran! Algunos —sin duda— estarán pensando, ya, pedir más prebendas para ver si pueden ir a pasar la Navidad a sus casas: ¡qué horror pasarla en la tigrera!

Las cámaras enfocan ahora ¡acción!, a los personajes de primera línea: a las estrellas del arroyo y de la riqueza: la cara compungida de Daniela, el rostro grandísimo y desafiante de Alejos o el del sanguinario de López Bonilla. Los de Pérez y Baldetti ya no son tan cotizados por el momento, en la alfombra sangrienta que no roja. Ya les llegará su sábado porque a todo cerdo le llega. Y cuando enfocan, como digo, a Beltranena, Alejos y López  Bonilla medito sobre lo que acaba de declarar ¿fría, irresponsable o inconscientemente?, el fiscal, quien no sé si termina de darse cuenta de la inmensidad incalculable de lo que ha pronunciado. Yo, lector que, como digo, soy de adrenalina sin serotonina y con un montón de ideas que me obseden y me atormenta, me quedo casi de piedra al escucharlo: el fin que perseguimos en un juicio es el desocultamiento de la verdad: desvelar la verdad. ¿Alucino?

¿A qué escala de las cosas humanas el fiscal y el juez profieren estos términos? ¿Es a una escala de las cosas humanas donde no hay que bajar ni subir mucho en la averiguación de los conceptos porque, si no, es posible entrar en un laberinto con más vueltas y entresijos que el de Creta y encontrarnos al final con el Minotauro que nos devorará por  parecer —o por ser— tan averiguadores?

Todo lo que ocurre en las mentes de acusadores y acusados se desarrolla a una escala en que las grandes cuestiones morales y las acaso bizantinas discusiones sobre el bien y el mal no tienen cabida. Entonces, y a escala de las cosas sencillas, yo me pregunto —siempre hablando del problema del bien y del mal— si esta gente culposa y nefanda —que aparece en la pantalla  de mi vieja tele— ¿habrá rezado con atención el Padre Nuestro?

Yo, lector, creo que si esta troupe rezara con  atención el Padre Nuestro no estaría sentada hoy en el humillante banquillo de los acusados, porque al llegar a la parte en que dice: no nos dejes caer en tentación, deberían detenerse y darse cuenta de la dimensión de lo que le están pidiendo a su Dios. La tentación significa la reconstrucción del gran drama del Paraíso donde y cuando Adán y Eva   decidieron entre el bien y el mal. Su Dios les dijo que podían probar de todos los frutos, menos de los del Árbol de la Ciencia del bien y del mal. Y ella cede a la tentación, como todos los que han espantosamente cedido y que en estos momentos se encuentran en la sala de audiencias, escuchando al juez —que ha mejorado su retórica— y al fiscal de las complacencias.

Todo el misterio de la criminalidad y del pecado se encuentra en el: no nos dejes caer en la tentación.

Yo, lector, voy más allá de la dimensión humana y pido al hombre lo que el hombre no es capaz de dar porque es precisamente humano. Yo también lo soy, pero tengo algo interior que me exige ir más allá y me atormenta. Kant le llamaba Imperativo Categórico. Y es como creer en Dios y en el Bien pero sin creer…

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