De manera latente o de modo explícito hay —se huele— en la atmósfera de casi todo el globo una especie de Malestar en la Cultura, para parafrasear el título de una famosa obra que Freud escribiera en el ocaso de su vida londinense.
Malestar no porque Mrs. Clinton fracasara tan estruendosamente —ella nunca fue santa de mi devoción, con sus eternos trajecitos sastres de ejecutiva, collar de perlas— sino por el peculiar perfil psicológico del hoy presidente electo, de EE. UU., de quienes somos más bien la cloaca donde se lanzan las heces sin ningún comedimiento, como lo hacen —los gringos— desde que los filibusteros llegaran a Nicaragua y, aún más, desde que arribaron las primeras goletas que llevarían bananos (guineos) tan exóticos a la Nueva Inglaterra de principios del siglo pasado, genialmente dramatizado por Manuel Galich en El Tren Amarillo.
A lo largo de su campaña presidencial, la personalidad de Donald —a secas—, y con esta es tercera columna mía sobre el mismo tema, nos fue alarmando más y más. Al menos a aquellos que tenemos una fuerte tendencia —medio obsesivo compulsiva— para olfatear cuando algo está o huele a podrido en Dinamarca, como dice el buen Shakespeare en Hamlet. En la cabeza de Donald algo huele a ello. A ciertos desórdenes que, de entrar en desarrollo hasta devenir trastornos, el mundo entero tendrá que pagar una factura tal vez inconmensurable, pero en especial el famoso Triángulo Norte de Centroamérica.
Donald —a secas, perdone Mr. Robinson por perder las maneras, pero gracias o por desgracia a todas las maneras que Donald también perdió en estos meses recién pasados— ha ido acusando (Donald) el perfil del paranoico narcisista inconfundible. Y algo más: parece descender de la mejor casta, asimismo, del Big Brother de 1984, novela de George Orwell, que retrata al tirano totalitario, que igual puede ser Stalin que Fidel Castro (RIP), antes de que le cayera la menopausia y Raúl lo sustituyera. Y por eso pongo el ejemplo de 1984, porque se trata de configurar al autócrata planetario y global. Y no el dictador de finca latinoamericana, determinado en el esteriotipo pintado por Asturias o Roa Bastos, que son más folk. No. Ahora me quiero referir a algo hemisférico y total por la vía de Julio César —que fue más bien rey del mundo conocido— que de su propia Roma. Es decir, el Imperio y el emperador…
Donald —a secas— es el narcisismo imperial con tupé, casi copete elvispresleyriano. Y corresponde a aquellos tiempos del primer rock, porque, con siete décadas a cuestas como yo, tuvo que haber bailado Tutti frutti all Rootie y demás hierbas del Woodstock.
Donald —a secas— ya no es aquel que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana. No, Donald ha evolucionado acaso para su bien pero indudablemente en 2016 para nuestro mal. Es normal que su narcisismo haya derivado ¿y cómo no?, en megalomanía y, esta, en delirio de grandeza. Su padre le dio un milloncete para empezar un negocio y él lo convirtió nada menos que en 4000 millones. Donald es un triunfador con torre y todo en la Quinta Avenida ¡y hasta universidad!, porque como todo el que piensa bien, aprendió pronto que hacerse con centros educativos (colegios y universidades) es indispensable si uno se quiere apropiar de la conciencia de los ciudadanos y enseñarles mentiras como si fueran verdad. Esto lo saben muy bien los religiosos católicos de siempre y, actualmente, las clases dominantes de Guatemala que edificaron la Marro y la Unis… Si lo sabemos nosotros, como para que no lo sepa el Electo Presidente.
Además, y por si a usted no le gusta estudiar psicología o psiquiatría, le cuento que Donald —dado su contexto gringo y por todos los elementos que vengo enumerando en su perfil— es asimismo un racista. Un racista del mejor cuño hitleriano que rinde culto a la raza aria de la cual desciende sin mácula. Él es todo puro. Nada empaña el blanquísimo color de todo lo que caracteriza su níveo cuerpo. Nieto de alemanes o suecos, Adolf, heil Hitler, lo hubiera llevado a la pila del bautismo, con toda dignidad y trapío, amadrinado por Margaret Thatcher, si los tiempos aceptaran interpolaciones.
Su racismo narcisista lo condujo —durante la campaña— a amenazarnos con la construcción de un muro para detener las oleadas de sudacas que, como he dicho, somos todos mexicanos. No sabe o no quiere saber quiénes somos los pueblos del Triángulo Norte. Mas no sería raro que, durante sus ocho años de gobierno (porque se reeligirá sin duda) construirá otro en el Norte de Guatemala, no sólo para contener a los huestes, sino para impedir el tráfico de cocaína que es el dolor de narices más insoportable que aguantan los gringos, que no forman parte de los que la consumen, porque para quienes aman el perico —que son millones de millones en EE. UU. — no puede haber elixir mejor… Es nomás cuestión de perspectiva: perspectivismo.
Donald, a secas, es además prepotente y arrogante. Misógino, extrovertido, intolerante, agresivo y fanático. Un narcisista de tiempo completo. ¡Y lo digo yo!, tal vez con más derecho —sin timbre de orgullo sino con pena— porque para mí fue escrito y publicado el conocido libro Epigramas a Narciso, un poemario de la acaso más importante poetisa del país, que, cuando me dejó de querer —por causa mía— me vio — o imaginó— peor acaso de lo que es don Donald a secas.
La narrativa y acciones de Epigramas a Narciso se las dejó para otro día, porque por ahora creo que llegué a las pulsaciones convenidas. La Crónica de Gonzalo es tan estricta como la Crónica de Paco Pérez de Antón. Agur.