Un barco cargado de medicamentos se pone en marcha de madrugada, bajo la luz de la luna y a través de la densa vegetación del manglar, hacia la frontera entre Kenia y Somalia, donde poca gente se aventura.
Dos horas más tarde, al amanecer, la embarcación llega a Kiangwe, una de las numerosas localidades costeras aisladas que solo pueden contar con las visitas mensuales de este equipo móvil de Safari Doctors para recibir asistencia médica.
Los voluntarios de esta organización comunitaria se suben los pantalones, cargan pesados contenedores llenos de material médico sobre sus hombros y llegan a la orilla, antes de trepar una pequeña colina para alcanzar un edificio que servirá de clínica durante algunas horas.
Kiangwe y las localidades de los alrededores, en el condado de Lamu, han sido víctimas de la guerra que libran el gobierno keniano y los islamistas somalíes Al Shabab, replegados en la selva cerca de Boni, a ambos lados de la frontera.
A lo lejos, entre casas de madera y barro, se vislumbra una clínica que nunca llegó a estar en servicio.
«Disponemos de varios edificios sin ocupar porque tenemos personal que no quiere ser trasladado a trabajar» en la región, explica Umra Omar, de 36 años y fundadora de Safari Doctors hace cuatro años.
Por ello, cada mes durante varios días, su equipo visita hasta 12 pueblos, en ocasiones tras una llamada en el último minuto para verificar que la seguridad está garantizada. Pero otras cuatro localidades de la región son consideradas demasiado peligrosas para acceder.
En el interior de la improvisada clínica, el equipo instala una zona de clasificación donde se mide el peso y la tensión de los pacientes, antes de dirigirlos hacia uno de los espacios de consulta.
«Aquí no hay hospital»
En uno de ellos, varias enfermeras rodean a una mujer con un bulto en el cuello debido a un impacto de bala que recibió hace algunos años, durante una emboscada de los Al Shabab contra el vehículo en el que viajaba.
«Soy la única que escapó […] los demás murieron en el lugar», cuenta Bilai Abdi al recordar el ataque.
Las enfermeras la animan a trasladarse a la ciudad de Lamu para que le retiren la bala. Pero cuando le preguntan si puede permitirse pagar este corto trayecto, Bilai niega con la cabeza.
Rufia Alio, de 55 años, se cortó un dedo cuando trabajaba en su granja una semana antes de la llegada del equipo médico y por fin puede ser atendido.
«Aquí no hay hospital, lo cual es un problema. Tenemos mujeres embarazadas, hay personas ancianas que sufren, hay otras que tienen fiebre […] así que cuando llegan los Safari Doctors, nos ayudan dándonos medicamentos», dice.
Pero cuando se marchan, hay pocas opciones. Umar Omar cuenta la historia de un joven de Kiangwe que transportó a un aldeano víctima de una crisis de apendicitis en su moto durante 24 horas hasta que llegó a un hospital.
La ruta es peligrosa, y a menudo es objeto de ataques de los Al Shabab. Alquilar un barco en dirección a la ciudad de Lamu puede costar hasta 200 dólares (180 euros), una fortuna para los miembros de estas comunidades.
Para intentar cubrir sus necesidades, Safari Doctor formó a varias personas en métodos tradicionales de parto e inició a los más jóvenes en las bases del socorrismo.
Una región marginada
El condado de Lamu es una de las regiones más pobres, subdesarrolladas y marginadas de Kenia.
Según los habitantes, su situación empeoró aún más desde que el ejército keniano envió tropas a la zona en 2015 para expulsar a los Al Shabab de la selva de Boni, convertida en un santuario.
La operación tenía una duración prevista de tres meses, pero cuatro años después, los islamistas de Al Shabab siguen ahí.
Este grupo, afiliado a Al Qaida, llevó a cabo varios ataques mortíferos en Kenia, algunos de ellos en Lamu, desde el despliegue en 2011 de las fuerzas kenianas en Somalia, donde combaten a los islamistas en el seno de la Amisom, la misión de la Unión Africana en este país.
Los especialistas calculan que en la selva de Boni sigue habiendo cientos de combatientes.
Además, la clínica de Safari Doctors no es solo la única opción para los aldeanos. También lo es para los miembros de las fuerzas de seguridad, a menudo mal equipadas y desmoralizadas, según los observadores.