El artesano Serguéi Murza pasa los dedos sobre el satén rosado de una zapatilla de ballet que acaba de fabricar. Después la somete a la prueba final: debe alcanzar sola el equilibrio sobre su punta.
Nacida en medio del caos del final de la Unión Soviética, la empresa familiar rusa Grishko se ha convertido en uno de los principales fabricantes mundiales de equipos de danza, sobre todo de las llamadas puntas de ballet clásico.
Este producto «made in Rusia» es una excepción en un país más conocido por sus exportaciones de armas e hidrocarburos que por la artesanía.
Frente a competidores como el británico Freed o el estadounidense Gaynor Minden, la marca se beneficia del aura de los rusos en danza clásica.
«Rusia tiene el nivel más alto de ballet clásico», afirma Nikolai Grishko, de 71 años, quien fundó la compañía en 1988. Desde entonces la marca se ha diversificado, con ropa y calzado para todo tipo de baile.
Estados Unidos, Japón, Europa
Grishko equipa a bailarines, teatros y escuelas del país, pero casi el 80% de la producción está destinada a la exportación, sobre todo a Estados Unidos (donde la marca se llama Nikolay) y Japón, pero también a Europa, Corea del Sur o América Latina.
Instalado hoy en el terreno de una antigua fábrica moscovita llamada «La hoz y el martillo», el grupo nació en años caóticos, cuando la URSS se liberalizaba con la política de la «perestroika» (reconstrucción) de su último dirigente, Mijaíl Gorbachov.
Nikolai Grishko se lanzó en los negocios después de haber sido diplomático en Laos y profesor de economía capitalista en la universidad.
«Mi esposa era bailarina (…) Ya sabía lo que eran las puntas», dice, vestido con traje oscuro y gafas negras.
Cuando comenzó, los grandes teatros como el Bolshói todavía tenían sus propios talleres para fabricar puntas. Pero fue por poco tiempo.
«Tomé lo mejor de la tradición de las puntas rusas, producidas a partir de finales del siglo XIX. Esta tradición se transmitió en los talleres de los teatros, que prácticamente desaparecieron después del colapso de la URSS», añade este hombre de origen ucraniano.
Actualmente emplea a más de 500 personas en sus talleres de Moscú, República Checa y Macedonia. En Rusia, las puntas de Grishko cuestan alrededor de treinta euros. En Europa, el doble.
En las plantas bajas de la fábrica de Moscú, los «maestros zapateros» trabajan en silencio para fabricar entre 32.000 y 37.000 pares de puntas por mes, solo con materiales naturales.
Una decena de gatos circulan entre los talleres donde los artesanos cortan las telas, fabrican el pegamento, ensamblan los zapatos, los secan en el horno y controlan minuciosamente la calidad.
Dedos prodigiosos
Entre ellos hay alrededor de 70 personas sordas y con problemas de audición, afirma Irina Sobakina, de 53 años, subdirectora de producción de calzado. Destaca «la alta sensibilidad de sus manos».
En el taller de costura, Olga Monakhova, de 56 años, de los que lleva 27 en la empresa, recuerda los pedidos individuales de las grandes estrellas Anastasia Volochkova y Nikolai Tsiskaridzé.
Grishko también asegura haber fabricado para la legendaria bailarina Maya Plisétskaya un accesorio que acentúa el arco del pie debajo de las medias.
En Moscú, la bailarina Alexandra Kirchina, de 28 años, termina un ensayo calzada con puntas diseñadas especialmente para ella.
«Es nuestra herramienta de trabajo (…) las llevamos puestas siempre, por lo que es muy importante que nos queden perfectamente», subraya la solista del Ballet de Moscú. «Antes, bailaba con puntas de plástico y tuve muchos problemas en los pies».
Aunque las grandes bailarinas usan hasta treinta pares por mes, los profesionales representan menos del 10% del mercado. Las escuelas de danza se llevan el mayor porcentaje.
Grishko observa a una nueva clienta: la mujer adulta que, cansada de «ejercicios aeróbicos aburridos» y de cintas de correr, descubre el ballet.