Guatemala es uno de los países más desiguales del continente, lo que nos convierte en una sociedad llena de contrastes, marcada por la confrontación y con enormes retos por enfrentar y resolver; todo esto, producto de
la permanente ausencia de políticas de Estado que promuevan la justicia, sin proceso de integración auténtico ni oportunidades para el desarrollo de las personas y sus familias.
Esta Guatemala de hoy nos presenta claroscuros dramáticos. En el mundo globalizado de hoy, está a nuestro alcance la tecnología de punta en casi cualquier área de desarrollo, pero el nivel educativo sigue siendo paupérrimo y clasista. En materia de salud, los avances de la ciencia proveen herramientas y medicinas para la atención efectiva de casi todas las enfermedades, pero aquí la gente se sigue muriendo por desnutrición y
diarrea.
Estos son los ejemplos más evidentes de esos contrastes. A ello se debe que, en pleno siglo XXI, sigamos siendo una sociedad marcada por el racismo y la discriminación, sin darnos cuenta que con ello, no solamente se hace daño a un sector poblacional, sino que, además, perdemos la gran oportunidad de construir una identidad guatemalteca que nos permita caminar hacia el verdadero desarrollo social, que no tiene que ver únicamente
con índices macroeconómicos o una creciente economía.
Las causas se encuentran en nuestro pasado y la forma en que los guatemaltecoshemos abordado el proceso de transculturación, porque, lejos de cerrar las brechas, las hemos mantenido abiertas y lejanas, con heridas profundas que ni siquiera se han intentado curar.
El racismo y la discriminación están presentes, y con fuerza excluyente, en nuestra sociedad y el Estado. No son algo exclusivo de los guatemaltecos. Al igual que la corrupción – contra la cual hoy peleamos–, han existido y
existen en todas partes del mundo. La utópica realidad de igualdad absoluta no existe en ningún país, pero es algo a lo que toda sociedad debe aspirar.
Cuando los españoles llegaron –como lo hicieron ingleses y portugueses en otras regiones del hemisferio–, marcaron distancia con los pueblos nativos, y el crisol étnico de lo que hoy podemos llamar pueblos americanos,
ha tardado siglos para fundirse y alcanzar una identidad propia en cada país.
En nuestro caso, el proceso ha sido menos efectivo, porque ha prevalecido un racismo profundo, sin políticas de integración a lo largo del tiempo. Los estados dictatoriales y excluyentes favorecieron siempre este comportamiento de la sociedad, en buena medida porque era propicio para que pequeños grupos económicos mantuvieran un poder hegemónico favorable a sus intereses.
Sin embargo, en el inicio de este milenio se tiene más que claro que el poder más grande de una nación está en la fuerza de sus raíces, está en la fuerza de su pueblo integrado. A mayor desigualdad, menores oportunidades
para todos, no solamente para quienes han vivido marginados.
No basta con aprobar leyes contra el racismo –que las tenemos–, sino que es necesario llevar a la práctica políticas de Estado que apunten a construir una sociedad con justicia y oportunidades para todos, de tal manera
que se avance, día a día, hacia un objetivo primordial: el cambio y mejora de Guatemala.
Es curioso ver que en ninguna de las contiendas electorales el tema del racismo –como algunos otros– ha formado parte de las campañas demagógicas de los candidatos.
Las razones para que no aborden el tema son sencillas: o no lo entienden, o no les importa.
En ambos casos, es patético para un país que tiene la urgente necesidad de superar esa etapa de racismo y discriminación social.
Para la sociedad en su conjunto, es importante ver que vivimos un momento particularmente interesante. Hemos decidido iniciar una lucha contra la corrupción y la impunidad.
¡Bien por eso!, pero también debemos librar la batalla que nos permita vivir en una sociedad más justa, y eso solamente se puede alcanzar si dejamos de ser excluyentes, en una dirección o en otra.
Los guatemaltecos todos, debiésemos hacer nuestra la frase de Nelson Mandela sobre el racismo en su país (Sudáfrica). Él dijo: Detesto el racismo, porque lo veo como algo barbárico, ya sea que venga de un hombre negro
o de un hombre blanco. Fue él, con ese pensamiento, quien logro transformar una de las naciones más racistas que el mundo ha conocido.