Bien dicen que quien no pelea contra la corrupción, termina siendo su cómplice. También es cierto que el poder absoluto corrompe absolutamente.
Gonzalo Marroquín Godoy
El año pasado Guatemala tuvo un ingreso récord en remesas familiares de US$15,295 millones, un 34 por ciento más de lo ingresado a lo largo del 2020. Esto quiere decir que, en promedio, cada mes se le inyectó a la economía nacional –principalmente en consumo–, cerca de Q8,000 millones, una cifra nada despreciable.
De hecho, ese fuerte incremento en las remesas familiares es el factor principal del crecimiento económico que tuvo el país, ese del que tanto se ufanan las autoridades del Gobierno, y que se presenta como un gran ejemplo para el mundo, por haberse alcanzado en un año marcado por la pandemia.
En realidad, justo es reconocerlo, la estabilidad macroeconómica es el principal logro de la administración del presidente Alejandro Giammattei, aunque hay que hacer énfasis en que ese comportamiento tan positivo no se hubiera alcanzado jamás sin el ingreso que llega como producto del trabajo de los migrantes –la mayoría de ellos indocumentados– que se encuentran en Estados Unidos.
Traigo esto a colación por la reciente reforma a la ley de Migración, ahora llamada también Ley de Coyotaje, porque promueve una persecución penal más drástica contra los coyotes, como si estos fueran en realidad la causa de la migración de cientos de miles de guatemaltecos, que cada año salen en búsqueda de un mejor nivel de vida en el país del norte.
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Ahora se habla de los coyotes como los culpables de la problemática, cuando las causas son otras y esas estructuras que operan no hacen más que responder a una creciente demanda, pues son muchos los que buscan migrar a causa de las condiciones del país, en donde el Estado falla en brindar oportunidades y ni siquiera atiende bien temas como educación, salud y creación de puestos de empleo, entre otros.
Esta es la segunda reforma que se lleva a cabo para intentar de detener la actividad de los coyotes. Sin embargo, sucederá como con la primera, cuando el resultado final no fue otro que el de incrementar el costo para las personas que quieren migrar. Un estado ineficiente siempre estará expulsando a su gente a buscar algo mejor, aunque aumente el costo y los riesgos para llegar a Estados Unidos.
Hay otro efecto negativo. Al subir costos y moverse cantidades más grandes, hacen que los coyotes tradicionales se conviertan en estructuras de mafias más peligrosas, menos comunales y de servicio y se organicen para explotar esa veta de dinero que se crea por la misma inercia de las migraciones que, como pronto se verá, difícilmente se detendrá.
La iniciativa de incrementar las penas –ahora de 10 a 30 años de prisión–, llegó desde el despacho del presidente Giammattei al Congreso de la República. Como este organismo es obediente y no deliberante, actuó complaciente y rápidamente. En realidad, me parece exagerado, pero finalmente obedece a una política del Gobierno, con el fin de congraciarse con la Casa Blanca y la administración de Joe Biden, que no siente simpatía hacia nuestro Gobierno.
Cuando me enteré de la noticia, vino de inmediato a mi mente una pregunta: ¿No sería más importante legislar para endurecer las penas para castigar a los corruptos?
Los migrantes –que finalmente reciben castigo con esta ley, porque encarece el servicio–, son pieza muy importante en el sostén de nuestra economía. En cambio los corruptos –que en vez de castigo, reciben trato de impunidad–, hacen que el Estado sea menos eficiente, que haya menos recursos para atender las necesidades del pueblo, y que sigamos en el subdesarrollo socioeconómico.
Posiblemente sin corrupción habría más oportunidades y mejores servicios para las personas, lo que haría que disminuyera el flujo de inmigrantes. Ese Congreso sumiso considera que hay que castigar a los coyotes –y a los que quieren migrar–, más que a los corruptos. Un funcionario mordelón –que recibe soborno–, puede recibir presión de 4 a 10 años, mientras que los coyotes de 10 a 30 años de cárcel.
Otra vez me pregunto: ¿Quién hace más daño al país? A mí no me cabe duda: el corrupto es mucho más dañino en todos los sentidos. Lamentablemente no veremos que este Congreso legisle para combatir la corrupción, simplemente porque son muchos los políticos –amigos o socios– que se verían afectados.
En la lista de prioridades de la alianza oficialista no aparece por ningún lado la lucha contra la corrupción. En cambio, sí saben sus integrantes que hay que ver como contentar a Mr. Biden y compañía. ¿Lo lograran con esta ley? ¿Qué es más importante: combatir la corrupción o a los coyotes?