Si no cambiamos el sistema político-electoral no saldremos de este abismo. Hablo de una nueva y totalmente reestructurada Ley Electoral, pero, sobre todo, de la resignificación de lo político y la construcción nueva de un verdadero sistema de partidos políticos. Eso sí, debemos estar conscientes de lo que implica, pues los intereses espurios de muchos estarían en juego y reaccionarían, en consecuencia, con una violencia mayor de la que ya conocemos. |
José Alfredo Calderón E.
Historiador y analista político
He venido llamando la atención sobre la poca profundidad de los análisis para explicar el por qué hemos llegado a esta podredumbre humana y política en la que nos encontramos. Prácticamente no existe área del Estado que no sufra de altos niveles de corrupción y en la que, sus funcionarios, cada vez muestran mayor descaro, sabiendo que la impunidad los protege. Atacar la corrupción (efecto) sin atacar su causa, la impunidad, es como si fuéramos aquel perro gallego que da vueltas para morderse la cola. Pero el mal trasciende a la Administración Pública pues el corruptor se encuentra en las élites económicas, las mismas que han financiado el sistema político-electoral desde 1954, quienes crearon la mal llamada clase política y diseñaron un sistema clientelar, perverso y patrimonialista que, ahora, se les revierte pues sus Frankensteins empiezan a pedir cada vez más plata y prebendas para cumplir con sus exigencias, como estilan hacer los extorsionadores comunes.
Todo este proceso que se vino advirtiendo desde hace mucho, me recuerda el Ensayo sobre la Ceguera de José Saramago. La ceguera blanca del autor portugués podría ser perfectamente la corrupción y la impunidad que, poco a poco, fue avanzando hasta convertirse en pandemia, siendo este momento el que provocó un pánico generalizado, pero tardío. Tal y como sucede en la novela, el orden social se desintegra y el gobierno solo responde con represión, mientras la ceguera blanca se universaliza. Surge un submundo oscuro en el que triunfan los más amorales, aprovechándose de la desesperación y el miedo de una sociedad que no reparó cuando debía.
Identifico aquí, al menos, cuatro posturas que pretenden explicar las razones por las cuales se ha llegado al abismo infernal en el que estamos sumidos, posturas desde las que, cada grupo de analistas receta fórmulas para resolver lo que creen, es la base originaria del problema.
- Por una parte, está el grupo que sigue apelando a una moralidad de la que carecen los operadores de un sistema descaradamente corrupto. Buscar ética alguna en ellos, es como pedirle a Drácula que renuncie a su apetito por la sangre. Cualquier acción que atente contra sus privilegios delictivos será no solo desoída sino atacada. Quienes apelan a la base axiológica de estos rufianes, piensan que todo se resolvería si tomaran conciencia de sus actos y se arrepintieran, como si fueran personas honestas.
- Otro grupo, también moralista, cree que el problema se resuelve quitando a los deshonestos y colocando en su lugar a sus antónimos, como si el mar de corrupción no fuera tan extenso y profundo. Está comprobado que los honestos son aislados, presionados, anulados, cooptados o eliminados, pues la fuerza del sistema es mucho mayor que la acción que pueda generar un puñado de quijotes.
- Otra interpretación se inclina por echarle la culpa de todo a los “políticos” por lo que la solución sería eliminar a los actores actuales y crear a otros, olvidando que estos operadores son tan solo empleados de confianza de las élites que los generaron y más temprano que tarde volverán otros iguales o peores, porque las bases estructurales del sistema político-electoral continúan intactas, salvo algunos cambios que, si bien importantes, son totalmente insuficientes para la dimensión del flagelo. Estos operadores manejan distintas cuotas de poder y finanzas propias, por lo que algunos han llegado al punto de extorsionar a sus antiguos patrones.
- El cuarto grupo de analistas se autodenominan institucionalistas y pregonan las reformas a la supraestructura que le da sustento a esa perversión que ahora nos aprieta criminalmente. Olvidan estos buenos hombres y mujeres, que mientras los cambios no se hagan en forma radical (en su sentido: desde la raíz) y se reestructure la base del sistema, su gatopardismo no conducirá a cambios sustanciales sino a remedios temporales que pronto terminan por corromperse. Un ejemplo claro de esto lo tenemos en las comisiones de postulación que surgieron para combatir las selecciones espurias de funcionarios públicos y ahora conocemos en qué terminaron. O las reformas electorales que, siendo importantes, tampoco atacaron la base misma del sistema y terminaron siendo débiles para contrarrestar –en la práctica– el financiamiento ilícito que pretendieron combatir. Lo mismo sucedió con el control de la propaganda política por parte del Tribunal Supremo Electoral, el acortamiento del tiempo de campaña y otros paliativos que no lograron consolidar un cambio real.
Saco a colación todo esto porque en las elecciones del Colegio de Abogados y Notarios, la mayoría de las voces dicen que el problema de la cooptación de este se debe a que no todos los abogados votan y ese abstencionismo termina de favorecer a los hampones. Dicho razonamiento es el equivalente a pretender que tuviéramos mejores presidentes si todos los ciudadanos y ciudadanas votaran, lo cual sabemos que no es cierto.
Otros apostaron por la moral –nuevamente– y convocaron a los buenos abogados para que se postularan en las elecciones de este martes 9 de febrero y ya vimos cómo resultó la elección del CANG. ¡Un cáncer no se combate con aspirinas!
No me cansaré de repetir que, si no cambiamos el sistema político-electoral, no saldremos de este abismo. Hablo de una nueva y totalmente reestructurada Ley Electoral, pero, sobre todo, de la resignificación de lo político y la construcción nueva de un verdadero sistema de partidos políticos. Eso sí, debemos estar conscientes de lo que implica, pues los intereses espurios de muchos estarían en juego y reaccionarían, en consecuencia, con una violencia descarnada mayor de la que ya conocemos.