Miles de migrantes, en su mayoría centroamericanos, ven en la frontera norte de México cómo la pandemia prolonga la de por sí larga y angustiante espera para que Estados Unidos les dé asilo o refugio.
En Tijuana, México, algunos ya superan el año tratando de sobrevivir en medio de una economía ahora semiparalizada y en un ambiente en donde el rechazo a esta población se agudiza por la covid-19.
La AFP visitó el albergue Juventud 2000 de Tijuana, que acoge en carpas multicolores a medio centenar de migrantes que llegaron previo a la epidemia pero que ahora, como medida sanitaria, ha cerrado sus puertas a la llegada de nuevos solicitantes.
Aquí sus testimonios al conmemorarse este sábado el Día Mundial de los Refugiados.
«Partera de mi hijo»
La hondureña Paola Espinal, de 30 años, llegó en enero tras esperar primero seis meses a que le dieran una visa humanitaria en la frontera sur de México. Viajó embarazada, tuvo a su hijo, el tercero, en Tijuana en un parto que se le adelantó dos semanas.
«No llegué a tiempo al hospital, lo tuve que tener en el taxi, yo fui partera de mi hijo», dice al narrar con voz tranquila que el niño venía con el cordón umbilical enredado en el cuello, pero que de inmediato recibió asistencia médica y se encuentra bien.
Tiene estudios, pero jamás consiguió un trabajo formal y la delincuencia y el desempleo la empujaron a tratar de «pasar al otro lado» a buscar un empleo y vivir tranquila porque, dice, en Estados Unidos «sí hay leyes».
Su estadía en México ha sido complicada. «Somos discriminados, nosotros queremos sobrevivir y sacar adelante a nuestros hijos, no es por venir a molestar a la gente ni pedirle ayuda al gobierno, queremos demostrar que habemos hondureños trabajadores», asegura.
Actuar «correctamente»
«Quiero hacer las cosas bien», dice Julio López, un salvadoreño que en julio cumple un año de espera buscando asilo en Estados Unidos y que sólo ha tenido una audiencia, en diciembre pasado, en una corte de la vecina San Diego.
Julio está pendiente de la evolución de la pandemia para que reabran las cortes y que, en el curso de su proceso, no se lleve la sorpresa de que cambiaron las condiciones puestas por Washington.
«Vengo pidiendo asilo, protección, oportunidad para un mejor futuro para mi familia, lo vengo haciendo correctamente, espero que sí valga la pena», explica con voz decidida.
Entre marzo y mayo pasado, el gobierno mexicano repatrió a casi 5.000 centroamericanos indocumentados.
«Que termine la pandemia»
Yosmary es una nicaragüense que se desplaza con su hijo y su esposo y asegura haber salido de su país por «problemas políticos», tras participar en la oleada de protestas contra el gobierno de Daniel Ortega en 2018.
«Estoy pidiendo refugio para mi pequeño. Venimos huyendo porque tenemos amenaza de muerte, no quiero que le pase nada a mi hijo», explica.
Amparada en su fe y en la paciencia, lleva un año esperando el proceso ante autoridades estadounidenses, paralizado por el nuevo coronavirus. «Primeramente Dios, que se elimine esto de la pandemia porque nos ha afectado demasiado», comenta.
«Que mis hijos no sufran»
Julio César Pablo tiene 32 años, es un mexicano originario del sureño estado de Guerrero, golpeado por un doble flagelo: la violencia del narcotráfico y la pobreza.
«La delincuencia no nos deja trabajar, y además no hay mucho trabajo por allá», explica este hombre que intenta emigrar con su esposa embarazada, su hijo, su hermana y dos sobrinos.
Su llegada, hace cuatro meses, coincidió con la crisis sanitaria, el cierre parcial de la frontera y la suspensión de todos los trámites y trabajos en las cortes. Tiene el turno 4,800, pero los trámites -afirma- se detuvieron en el 3,850.
«Quiero estar bien económicamente con mi familia porque ya vamos a ser más, que mis hijos no sufran lo que uno sufrió», dice sobre su «sueño americano».