Eduardo Cofiño K.
Aunque por un momento me haya sentido muy solo, hay muchísimas personas a mi alrededor. Estoy dejando que pase el tiempo suficiente para encontrarme con la mujer que amo: la mujer que me ama, mi esposa, Guiselle.
Esto es Bryant Park, en Nueva York, la ciudad que nunca duerme, la ciudad que siempre está viva, para mí. Y no sé por qué, hace unos momentos, sentía que dentro de mí podía quebrarse, destruirse, destartalarse, mi sistema nervioso, como un miedo a tener miedo, como cuando uno sabe que viene una tormenta tropical, que caerán fuertes lluvias, con truenos y relámpagos. Sentía que, de un momento a otro, caería en el suelo, como una camisa que uno se ha despojado despreocupado, y ha dejado caer en el suelo de una habitacion desordenada, toda mi vida, la razón de mi ser…la razón de la sinrazón. Qué se yo.
Tal vez fuera porque acababa de salir de ver una película de esas de espías, de acción interminable, de muerte, de conflictos mundiales…de esas tramas donde cambian el ADN del protagonista y lo convierten en un súper hombre. Tal vez el miedo venía porque, a lo largo de mis años vividos, que no son pocos, por cierto, cuando algo sale en una película, años después se convierte en realidad…¿Estaremos buscando crear al nuevo Frankestein?.
Miraba a toda aquella gente en el parque, a las palomas grises que picaban algo dentro de la grama verde y tupida, observaba a una joven pareja que seguían pacientemente a su hijo pequeño, quien a su vez jalaba (y empujaba, a veces) una valija plástica, de aquellas que tienen cuatro rueditas, incansable. Me recordé de mi hijo, menor, le encantaba empujar su carruaje, en las calles y avenidas de las ciudades que visitamos, siendo él tan solo un bebé.
La abejas polinizan indiferentes a las flores blancas que adornan el jardin a mi diestra, como siempre, desde hace millones de años…en este domingo cualquiera en la ciudad del teatro, de la moda, de los restaurants, el deporte y Central Park, para que no se pierdan.
Se escuchan las conversaciones que se mezclan como un inmenso río de sonido, como un murmullo avallasador que lo invade todo. A lo lejos un niño ríe, mientras monta un caballito de madera en el carrousell. Se respira libertad, dentro de este barullo aplastante y humano.
Sin pensarlo mucho me acerco a un hombre joven, delgado, afrodescendiente, quien lee un libro sentado en una ban-ca: “Senor: (le digo en inglés), ¿me presta su lapicero y me regala una hoja de papel?
Siento la necesidad de escribir lo que siento, lo que percibo, en este momento, es que escribo para una revista de mi país, Guatemala…”
Me mira sobre sus lentes y sonríe mostrando unos dientes muy blancos: “Somos almas extrañas -me dice- usted quiere escribir, yo todavía soy de los que lee libros de papel,…Mire, los jóvenes solo se preocupan de sus tablets, de sus smartpho-nes…”. Reímos ambos, me entrega el bolígrafo, y una hoja de papel. “No tengo prisa, tómese su tiempo y…tengo más papel, por si lo desea”. Me entrega su libro, para que apoye en él el papel. TIME REBORN, no leo bien quién es el autor, creo recordar que decia Lee Smolin.
Mi amigo se tumba cómodamente en la banca, mientras yo me siento, a su lado, en una silla plegable de madera. Ambos respiramos profundamente, al unísono. Nos miramos y sonreímos sin razón. Observo el cielo profundamente azul, enmarcado dentro de las altísimas paredes de los rascacielos. Un helicóptero cruza el firmamento volando y se refleja en las ventanas de vidrio que, como espejos, reproducen la vida al revés. Unos japoneses (?) -los asiáticos nos parecen todos iguales, igual que nosotros les parecemos a ellos- sonríen en la mesa de enfrente, sin tablets ni smartphones, como amigos disfrutando del tiempo, de la vida, del momento. Mi amigo silba recostado en la banca, sin prisas, una suave melodía.
Me transmite seguridad su actitud relajada y amigable. Ya no pienso en la camisa tirada en el suelo, solamente me gozo el momento que vivo ahora…
No me siento solo, ni nervioso, ni triste, ni nada, solo siento que la tarde transcurre con sigilo hacia una noche que se acerca por mi espalda y me acaricia con un viento cálido que me susurra palabras bonitas en los oídos…
Algunas parejas caminan agarrándose las manos, un par de policías recorren el sendero que los llevará a la Avenida de las Américas, tomando café, despreocupados. Como siempre hay unos jóvenes que juegan al freesbee. Y, del otro lado del parque, transitan como fantasmas otros muchachos literalmente montados en unos monopatines electricos (sidekick wheels, creo que se llaman).
Cosas extranas vereis, mi querido Sancho…
Las palomas vuelan sin razón aparente y se posan despreocupadas a unos escasos metros del lugar donde estaban antes, para continuar sus quehaceres, en la grama. Impacibles, ajenas al ruido, a la vida y a este momento cualquiera, pero único.
A lo lejos, enmarcadas dentro del espacio que dejan visible los rascacielos, se acumulan unas nubes negras. Decían en el canal de la televisión, referente al clima que había para hoy una 60% de posibilidades de lluvia. Pero no ha llovido hoy.
Se acerca la hora en que nos reuniremos mi esposa y yo, para ir a cenar al lugar que ha escogido para hoy.
Termino de escribir estos pensamientos, tratando de trasladar lo que he vivido para que, de alguna manera, lo vivamos juntos, usted y yo. Maravillosa la literatura, el idioma, las palabras…
Mi nuevo amigo me mira y me indica que hay mucho más papel del lugar de donde obtuvo este (su mochila). Niego con la cabeza mientras sonrío y termino mi último párrafo. Él silba más suavemente aún…
No se imagina (o tal vez sí, quién sabe) lo bien que me siento por haber podido expresar mis sentimientos, por haber com-partido una gota del vaso de nuestras vidas, en este pequeño parque de la ciudad de Nueva York.