Al pie de un frondoso cerro del mexicano estado de Guerrero, una docena de niños ensaya posiciones en una cancha de basquetbol, pero no para aprender a lanzar la pelota sino a disparar las armas largas que cargan a cuestas.
«¡Posición 3!», grita firme Bernardino Sánchez, integrante de la policía comunitaria que custodia 16 pueblos de esta zona de Guerrero: la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de Pueblos Fundadores CRAC-PF, creada para hacerle frente al crimen organizado y con unos 600 integrantes que denuncian la indiferencia del Estado.
La fila de niños, ataviados con cubre bocas y roído calzado artesanal, se convierte al instante en una imaginaria línea de frente de combate cuando se tiran con completa seriedad pecho tierra encañonando con mirada fija al vacío, ante la curiosidad de otros pequeños que alternan el español con náhuatl.
Una serie de sucesos violentos han ocurrido por la fuerte presencia de narcotraficantes en esta zona de Chilapa, Guerrero.
Hace una semana, nueve hombres y un menor –músicos y sus ayudantes- fueron secuestrados, torturados y sus cuerpos encontrados semicalcinados adentro de sus dos camionetas, arrojadas al fondo de una barranca.
Las autoridades mexicanas señalaron al cartel de Los Ardillos como responsable, pero para este colectivo eso no fue suficiente y en respuesta cerraron las entradas a varios pueblos, como el de Ayahualtempa, donde ocurre el entrenamiento infantil.
Hicieron también una demostración de la preparación de sus futuros cuadros, algunos de solo 5 años y que entrenan con pistolas de juguete o ramas.
En total, una treintena de niños son entrenados para formar parte de esa fuerza comunitaria que, según sus líderes, resguarda a unas 6.000 personas.
«Yo quería estudiar»
Los menores de 13 años no participan aún en patrullajes de la policía de la CRAC-PF pero están preparados para detonar sus armas ante alguna irrupción de Los Ardillos, como la de mayo de 2015 cuando secuestraron a más de 30 personas -de las que no se volvió saber- en la cabecera municipal de Chilapa.
Desde entonces, los enfrentamientos entre guardias comunitarios y narcotraficantes no han cesado, provocando incluso desplazamientos.
Cerca de la cancha donde ocurre el entrenamiento, una ranchería luce vacía. En una casa con la puerta baleada, hay ropa, zapatos de niños desperdigados y costales de maíz podridos. El lugar parece haber sido abandonado con bastante premura.
Por el acecho constante de Los Ardillos, algunos padres aceptaron que sus hijos se enfilaran.
«Yo quería estudiar, pero como la escuela está cerca de Los Ardillos, me metí a la policía comunitaria… me iban a agarrar», dice convencido pero en voz baja Gustavo, de 13 años, delgado y de tez morena, asegurando sentirse «bien» con su escopeta.
Luis, policía comunitario desde hace tres años, es el padre de Gustavo. Tiene otro hijo, Gerardo, de 15 años, que también aprende a «defenderse y a defender a su familia», según cuenta durante el entrenamiento sin quitarles la mirada de encima.
«Los niños decidieron, ellos tomaron la decisión de apoyarnos en la policía comunitaria», expone Luis, quien también usa un pañuelo para ocultar parte de su rostro. Dice recordar perfectamente el día en que sus dos hijos le dijeron que querían armarse y dejar la escuela.
«Más coraje que miedo»
Luis, un campesino cuando no está haciendo rondines, asegura que comprar escopetas y pistolas para él y sus hijos ha representado «un gran esfuerzo». Pero cree que ellos corren menos peligro patrullando que acudiendo a la escuela «indefensos sin armas», a merced de Los Ardillos.
Los niños entrenan dos horas a la semana todas las posiciones para disparar, maromas para esquivar balas y algo de resistencia física para que puedan valerse por sí mismos «en caso de que queden huérfanos», dice con escalofriante seriedad Luis, cuyos ojos se enrojecen cuando recuerda que Gustavo quería ser médico.
«Mis hijos tienen más coraje que miedo ahora que saben agarrar las armas. Cuando a la comunidad entren grupos armados, ellos tienen que levantarse y defender también», asegura.
Las autoridades han reprobado los entrenamientos infantiles y el viernes el gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo, acudió a la zona por primera vez desde que asumió el cargo hace cuatro años para volver a criticar esa práctica y negociar con la CRAC-PF el levantamiento de los bloqueos de carreteras.
Muchos de los niños «han perdido a sus padres», insiste Bernardino, asegurando que no quiere ver más menores en shock por presenciar el asesinato de sus progenitores.
Al fondo, después de romper filas, los niños toman una pelota de basquetbol y comienzan a lanzarla a la red deshilachada. Uno acierta un tiro de tres puntos, mientras su escopeta cuelga de su pequeña espalda.