A principios del siglo XIX, España mantenía sus territorios en América, pero en Europa debía librar una guerra por su propia independencia del Imperio napoleónico, que era la fuerza dominante en aquel continente. Esta situación permitió que en el Nuevo Continente ocurrieran los primeros alzamientos en búsqueda de la independencia, una corriente que paulatinamente fue definiendo el mapa político actual.
Los pueblos americanos estaban cansados del sistema autoritario e injusto impuesto por la Corona española y uno a uno van encontrando el camino de la emancipación. A pesar del declive de España como potencia mundial, en la mayoría de los casos se produjeron alzamientos populares armados para alcanzar la independencia.
Para 1809 había brotes de movimientos independentistas en toda la América hispánica, pero no todos tenían la misma fuerza, convicción y determinación. Los movimientos ciudadanos, como ocurre a lo largo de la historia, fueron marcando momentos y situaciones distintas en cada uno de los territorios establecidos, fueran estos virreinatos o capitanías generales, como era el caso de Guatemala.
Por estos días he leído a algunos historiadores que tratan el tema de la independencia de las provincias que integraban la Capitanía General de Guatemala —Chiapas, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica—, y la mayoría concluye que el movimiento sociopolítico era liderado por élites, aunque evidentemente las masas, poco informadas, tenían interés en los acontecimientos, pues sentían el yugo opresor de los españoles, aunque poco sabían de los efectos que les podría traer la independencia.
El ambiente en nuestra Capitanía General era distinto al de los virreinatos de la Nueva España (México), Perú, La Plata (Argentina) y Nueva Granada (Colombia), en donde sí ocurrieron levantamientos militares y guerras por la libertad, causadas por el efecto de lo que sucedía al norte y los intereses políticos y económicos que existían. Había también una fuerte corriente antiespañolista, pero se expresaba de manera muy distinta.
Los movimientos ciudadanos impulsan y provocan cambios, no los realizan, porque esa es tarea, finalmente, y nos guste o no, es de los políticos que detentan el poder en ese momento.
La independencia llegó más por inercia que por esfuerzo propio, aunque siempre es bueno que no se hubiera derramado sangre —los españoles no se opusieron a la independencia, incluso autoridades españolas continuaron en sus cargos en el nuevo gobierno—. Aunque el pueblo no se desbordó a las calles para reclamar ni para celebrar la independencia aquel 15 de septiembre, al menos una muchedumbre lo hizo, movida por los políticos independentistas que reclamaban para sí el triunfo de la gesta.
El pueblo no responde en rechazo a la anexión a México. Quezaltenango, en cambio, sí vive un movimiento que logra la existencia temporal del llamado Estado de los Altos —o Sexto Estado— (1938-1940), pero el pueblo poco hace para impedir que Rafael Carrera lo borre por las armas.
Las dictaduras del siglo XIX y primera mitad del XX crearon una ciudadanía dócil y temerosa, que, sin embargo, se atrevió a pelear por la libertad en 1944, cuando un movimiento ciudadano urbano empujó la renuncia del dictador Jorge Ubico y meses después fue la inspiración para la Revolución del 20 de Octubre, que puso fin a la tiranía.
A partir de esa fecha y con los acontecimientos subsiguientes —los gobiernos de la revolución y el movimiento de llamado de liberación—, el país entró en una etapa de polarización ciudadana. La lucha ideológica y la guerra fría hicieron que esa división y desconfianza se profundizaran y fuera más difícil el surgimiento de cualquier corriente ciudadana.
Tuvo que ser el agotamiento de la población por el marco de impunidad y corrupción que se creó a partir del retorno de la democracia en 1986, que se produce en 2015 un fuerte brote de manifestaciones y protestas que logran la renuncia de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti. Un resultado para nada insignificante.
Como he escrito en anteriores ocasiones, la fortaleza de ese movimiento fue la espontaneidad con que surgió, sin líderes ni consignas ideológicas. Sin embargo, no tener líderes visibles hizo que se diluyera en el tiempo. Aunque es innegable la fuerza e influencia decisiva del mismo en un momento histórico crucial para el país.
La mala noticia ha sido la resistencia de la clase política para promover el cambio de fondo anhelado. La buena es que ha demostrado que el pueblo tiene fuerza para luchar por sus derechos y libertades y que no escucharlo suele ser un error muy grave.
Hay muchos que dicen que no somos una nación independiente. ¡Claro que lo somos! Tanto es así, que tenemos la libertad hasta de seguir equivocándonos y de permitir que otros decidan por nosotros. Pero también tenemos libertad para decir ¡basta ya!… Esa decisión sigue en manos del poder ciudadano.
Los movimientos ciudadanos han mostrado que se puede poner fin a las tiranías, los abusos e injusticias. Todo, en nombre de la libertad que hoy gozamos, más allá de sus imperfecciones.