Hace pocos días cambió mi vida. Sentir que de un momento a otro, tu vida pasa a convertirse en algo frágil te hace reconsiderar todo y respirar de forma diferente. Cuántas veces alguien nos ha dicho: ¡valora tu vida!, y respondemos sí, sin saber que vivimos por inercia, atrapados en una espiral vertiginosa que no da tiempo ni para meditar el por qué de nuestra vida.
Hasta que pasa algo que te marca, y decides empezar a valorar estar vivo.
El día miércoles de la semana antepasada, por cuestiones de trabajo, viajé a Petén. Era un viaje de reconocimiento de mercado. Aparte de escribir, me dedico al mercadeo y esta era una zona que nunca había visitado. Todo apuntaba a que las cosas serían, como siempre, normales: hospedarme por dos noches en un hotel, en una área turística ¿qué podría pasar?
El jueves mi compañero de trabajo pasó por mí y nos dirigimos a Melchor de Mencos. La misma tierra de donde nació la Doña, una región de mucha tensión por ser fronteriza con Belice. Al llegar a ese lugar se respira tensa calma. Ya no se ven beliceños, y pasar de un lado al otro, ya no es casual como antes.
Al volver, salimos a tomar algo y cenar. Era momento de conocer un poco de lo que tanto se habla de la pintoresca isla. Su vida, su turismo, su hospitalidad. Los restaurantes tienen vistas impresionantes al lago, lo que recuerda la majestuosidad de nuestra tierra, cooptada, pero nuestra. A las 11 p. m. volví al hotel y al entrar pregunto si venden cigarrillos. La peor decisión de mi vida.
Me dicen que no. Que los venden en la esquina. Sin pensarlo dos veces, creyendo que por ser una zona turística y con lugares abiertos a esa hora, salí por los cigarrillos. Pagué, y en ese momento un tipo por detrás me dice: dame todas tus mierdas. Con mucho gusto respondí. Por delante, otro sujeto me da un golpe en la cara que me deja viendo luces; entre tres personas me dan la paliza de mi vida. En cuestión de 5 minutos, quedo como que berenjena hinchada, con hematomas y contusiones severas en la cara. Poco importaba haber perdido la cartera y el pinche celular.
Gracias a Dios, la persona de la tienda llamó una ambulancia. Allí es donde empiezo a recordar nuevamente, cuando me llevan al Hospital Nacional Dr. Antonio Penados del Barrio en San Benito.
Si un hospital estatal en la capital es deprimente, ya se podrán imaginar en el departamento más lejano cómo es. No había ni siquiera hielo para poder ponerme en las inflamaciones. El agua, racionada. Hicieron todo lo posible por coserme las heridas, pero era más que evidente que el desfalco que han hecho del Estado ha dejado todos estos centros hospitalarios en la peor ruina. Los doctores hacen milagros con lo que tienen. Mi total admiración para enfermeros y doctores que se entregan a sus pacientes, sin tener ni siquiera una jeringa.
En mi cabeza, la canción que más se me venía era el Niágara en Bicicleta de Juan Luis Guerra. Era cierto, no me digan que no tienen anestesia, y que el alcohol se lo bebieron, y que el hilo de coser, fue bordado en un mantel.
Quedé dormido, y desperté a las 6 a. m., cuando sacaban a la persona que estaba en la camilla del lado derecho porque había fallecido en la madrugada. A los minutos, un doctor le confirma a la persona que estaba en la camilla al lado izquierdo, que por la baleada que le había recibido la noche anterior, no iba a poder caminar nunca más. Esto me hizo reflexionar, que aunque con la cara desecha y un ojo muy mal, mi problema se quedaba corto al lado del de mis vecinos. Y agradecí la vida.
Una enfermera se apiadó de mí y me dijo: si quiere llamar a alguien, le presto un segundo mi celular. Y así fue. Logré avisar a mi madre y mi novia que estaba en el Hospital de San Benito. Ellas se encargaron ya de avisar a la empresa, y así me localizaron para irme a recoger y, gracias a gestiones de mi padre, salir lo antes posible por vía aérea.
Agradezco tanto haber tenido esta oportunidad, pero ya he vivido lo que es estar en un centro hospitalario con tan pocas oportunidades de salvarse. Luego, mientras me recuperaba, miraba las noticias de cómo hicieron coperacha para los ladrones del Patriota. Y pensé, que todo en la vida debe pagarse, ya sea por justicia terrenal o Divina, porque cómo será posible que en aquel hospital no había ni hielo y estos malparidos se regalaban helicópteros para saciar su ambición maldita.
Me internaron una semana en el Hospital Maranatha, el mismísimo que mandara al carajo a Juan de Dios Rodríguez cuando quiso buscar posada para no ir a la cárcel por el caso de IGSS PISA. Debo agradecer todas las atenciones, que fueron espectaculares, de enfermeros, doctores y personal de este hospital. Me hicieron sentir mejor: mi ánimo subió rápidamente.
El día martes 8 de junio me operó el excelente cirujano maxilofacial Gustavo Aguja, porque las tomografías apuntaban a que tenía una fisura y el nervio óptico atrapado. A la hora de operarme, resultó que la fisura no estaba y el nervio ya no estaba atrapado. Al salir, celebramos: todo apuntaba a que mi recuperación sería pronta y mi vista, gracias a Dios —mil y una veces— estaba intacta.
Aún tengo la cara magullada y puntos en la cara. Pero estoy vivo. Hoy agradezco a Dios un día más, porque es en estas circunstancias que te das cuenta de lo frágil que es la vida.
Agradezco a todos los que estuvieron pendientes. En estos momentos, uno se da cuenta del apoyo que tiene, y eso inyecta fortaleza y fe en uno mismo. Sigo para adelante, sin duda de que lo mejor está por venir, y con más ánimos que nunca para entregarme a lo que me gusta: mi trabajo, mi familia, mis amistades y mis pasiones, como esta: escribir, y poder contar mi historia.