“¡Más churros, menos policías!”: la batalla de los vendedores callejeros de NYC

Hace más de dos décadas que la mexicana Guadalupe Galicia, madre soltera de seis hijos, se despierta a las cuatro de la mañana para preparar arroz con leche y decenas de tamales que vende a 2,25 dólares en una esquina de Nueva York.

La ciudad de los hot dogs y los pretzels es famosa por su rica oferta de comida callejera: desde tacos al pastor mexicanos, arepas venezolanas o lechón horneado ecuatoriano, sánduches árabes de falafel, dumplings chinos o momos tibetanos.

Como Galicia, que vive en un pequeño apartamento de Bushwick, Brooklyn, muchos vendedores neoyorquinos son inmigrantes indocumentados, y se enfrentan a innumerables dificultades para subsistir.

«Solo estamos trabajando, estamos ganando dinero para mantener a nuestros hijos», explica en una gélida mañana esta mujer de 40 años, mientras ofrece a los transeúntes un humeante vaso de champurrado, una bebida espesa de chocolate, harina de maíz y especies.

No tiene un verdadero carro ambulante porque teme que la policía lo confisque. Transporta su comida en un carro de supermercado sobre el cual abre dos sombrillas que la protegen de la lluvia y la nieve.

Además de enfrentar las inclemencias del tiempo, los vendedores -sobre todo las mujeres- con regularidad son blanco de agresiones, robos, multas, confiscaciones o arrestos que pueden culminar en su deportación si no tienen papeles, según el Proyecto de Vendedores Callejeros (PVC) de la ONG Justicia Global.

Para vender comida en la calle se precisa una licencia que cuesta unos 50 dólares y un permiso para el carro que cuesta 200. 

Pero es casi imposible obtener los permisos para carros. Aunque Nueva York tiene más de 10,000 vendedores de comida callejera, desde 1983 el tope de permisos está «congelado» en 2,900.

Si bien hay unos 2,000 permisos adicionales para los trabajadores de temporada, no alcanzan para todos.

El resultado es el surgimiento de un mercado negro donde los permisos se subalquilan en hasta 25,000 dólares, así como la aparición de estafadores que venden permisos falsos, dijeron a la AFP varios vendedores.

Mujeres, las más vulnerables

Fuera de Manhattan, en distritos como Bronx, Queens y Brooklyn, la comida callejera es vendida sobre todo por mujeres, que según el PVC sufren más agresiones y reciben más multas.

La mayoría son el principal sostén de su familia, y escogen este trabajo para poder cuidar a sus hijos cuando regresan de la escuela, explicó a la AFP Julie Torres Moskowitz, una arquitecta que asesora al PVC.

A veces no denuncian las agresiones «porque uno de sus mayores miedos es la policía, y por eso son extra vulnerables», señaló.

En noviembre, un video de un policía esposando a una vendedora de churros ecuatoriana en el metro -donde está prohibida la venta de comida- se viralizó en las redes sociales, provocó una ola de indignación y alertó sobre la precaria situación de estas mujeres.

Fue entonces que aparecieron en el metro los grafitis «¡Más churros, menos policías!», también en protesta a la decisión del gobernador Andrew Cuomo de contratar a 500 policías más para vigilar el metro.

Durante años Galicia trabajó sin licencia ni permiso. Calcula que ha pagado unos 12,000 dólares en multas. Varias veces han confiscado su comida para tirarla a la basura.

«La ciudad nos tiene que dar los permisos para trabajar porque también estamos pagando los impuestos de la venta», se queja.

Las multas son tan caras -a veces de 2.500 dólares- que «solo hay dos opciones: dejar sin comer a la familia o pagar el ticket», dice Sabina Morales, otra mexicana indocumentada de 62 años que vende fruta y verdura con uno de sus hijos en una avenida de Corona, Queens.

«Vinimos a trabajar»

La senadora estatal demócrata Jessica Ramos impulsa un proyecto de ley para liberar la cantidad de permisos en el estado de Nueva York que será discutido a partir de enero.

«Estas personas están tratando de ganarse la vida de una manera honrada», dice a la AFP Ramos, de origen colombiano y criada en Jackson Heights, Queens, un paraíso de comida callejera donde se hablan más de 100 idiomas.

La oposición a más permisos proviene de promotores inmobiliarios y supermercados, restaurantes y hoteles que denuncian una competencia desleal con los vendedores callejeros, asegura.

Pero Ramos cree que todos pueden convivir. «Hay momentos en que queremos sentarnos en un restaurante y hay momentos en que solo nos alcanzan cinco pesos para la cena de esta noche y vamos de corrida hacia la casa», explica.

El concejal de Brooklyn Rafael Espinal (demócrata), en cuyo distrito fue arrestada la vendedora de churros, asegura que la policía debe concentrarse en enfrentar delitos violentos, no «crímenes de pobreza» como vender comida en la calle.

Asegura que apoyará un proyecto de ley municipal en discusión que autorizaría 4,000 nuevos permisos en una década.

Morales contó que hace un par de años subalquiló un permiso de venta por 15,000 dólares, pero resultó ser falso. Perdió todos sus ahorros y su mercadería.

«Hay que terminar con el mercado negro para que todos podamos trabajar. Para eso venimos a este país. A trabajar, a salir adelante, a mejorar la vida de nuestra familia», explica al borde de las lágrimas esta mujer que también crió a seis niños trabajando a la intemperie.

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