Desde las Batuecas
Mario Alberto Carrera
Ni sabemos qué es ni por qué transitamos por ella. Ni qué objeto tiene tanto afán. Sólo sabemos que de cuando en cuando (y algunos todas la mañanas) despertamos y no quisiéramos salir de la cama, no tanto por pereza sino por no enfrentarnos con la batalla que es vivir en Guatemala este aciago año de 2017. Por no enfrentarnos con el rencor, las envidias y las intrigas que se esconden hasta debajo de las polvorientas alfombras del auto, si es que tenemos la suerte de tener uno, aunque sea clasemediero como el mío.
Y ahora –después del primer párrafo introductorio- hago un poco de filosofía casera, meditando en torno al título de esta columna:
Tepeu y Gucumatz (los formadores de la creación quiché) sonreirán desde lo alto del Corazón del Cielo, al ver a sus criaturas inmersas en el infierno de Dante –mucho antes de caer en él- porque la sentencia sartreana de que la existencia es en sí un infierno, se transforma en guatemalteco postulado. Ni qué dudarlo bajo la entronización de Black Pitahaya I.
Sonreirán los creadores Tepeu y Gucumatz (la serpiente emplumada) junto a Jehová –si nos place más el monoteísmo- por nuestra guerra cotidiana de tronos -en revolcado de cabeza- al que los dioses ¡sádicos!, nos lanzaron sobre la tierra de Utatlán.
Me pregunto, por todo ello y de tarde en tarde, si los dioses se cuestionarán en torno a si al cincelar al ente que llamamos hombre, hicieron algo “bueno” o, por el contario, algo “malo”. Y no me refiero tanto al producto ya terminado, sino a la intención en sí, en el momento cósmico de colocarlo en el Edén.
Física y metafísicamente los dioses deben estar “más allá del bien y del mal”. Pero desde mi punto de vista, al cuestionarlos, les pregunto ¿Cuál fue la ética que emplearon en aquel instante “numinoso. La moral que pusieron en práctica, cuando entre sus manos tomaron el barro o el maíz para modelarnos tan torpemente? Porque al observarnos, pareciera como si Dios o los dioses cometieran torpezas. Hicieron el peor de los mundos y de las criaturas posibles, como decía Voltaire.
Lo que sí que tengo claro (observando lo único que puedo contemplar que es el fenómeno) es que lo creado es una guerra continuada, un dolor imponderable, insondable, sin límites, sobre todo si pasamos los ojos doloridos sobre los miserables de Guatemala. Es acaso en esto en lo que la naturaleza y el humano no tienen fronteras: en su dolor shopenhaueriano. En su retorcerse en el desaliento. Ahogado el hombre, del Laooconte, por las serpientes de la angustia y la desesperación existenciales que, de mayor bulto, se ven “en este país”, como se refería –con sorna- a España el creador de la república de las Batuecas.
Al calar en la corrupción y la impunidad ambiente y observar el delito organizado del Ejército y del Estado y de la “oenegera” sociedad civil, se me hace aún más colosal asimismo, el sinsentido de la vida humana que se desperdicia delinquiendo. Y lo peor es que ignoramos la ontología del vicio: ¿nace éste por imitación y contagio colectivo y familiar (como quería Zolá) o es producto de la lotería y el azar de la genética que nos heredan cromosomas criminales? Los cristianos se lo achacan ¡cómodamente!, a Satanás. Y los curas perdonan nuestros pecados y se convierten en nuestros Salvadores y nos manipulan con la culpa.
No sabemos a cabalidad qué es la vida ni por qué transitamos por ella ni qué objeto tiene tanto desear, tanta avidez, tanta codicia que desembocan (al no conseguir, casi siempre, el anhelado objeto) en sentimientos de derrota y frustración. Pero ello se magnifica y se desproporciona colosal, cuando, al descompuesto plato de la corrupción y la impunidad, se le añade, como dije al principio, envidia y egoísmo y, en el caso de “Los condenados de la Tierra”: desesperanza y abatimiento por su indigencia. Pero ellos se medio alivian, porque tienen a su lado a Dios y en la boca la resignación, adoctrinada hábilmente por el cura o el pastor protervos.
De cara a los procedimientos que izquierdas y derechas ¡y las creencias!, ponen en práctica para capear la vital andadura humana –que algunos épicamente llaman lucha y busca por la vida, como Pío Baroja- a veces el sentimiento del absurdo total acaba por atraparme entre sus cínicas garras y entre su caos devastador. Y caigo en la cuenta entonces, también, de por qué nos hundimos en la drogadicción. En el ensueño del opio o en la velocidad energética de la cocaína y en la obnubilación absoluta de los alucinógenos que nos hacen poder volar sobre la miseria nacional. Y qué decir del alcohol que, ya en mi infancia, escuché llamarlo “el psicoanálisis del pobre”, para excusar el vicio innoble del alcohólico de barriada o de club.
El odio social lo mitiga la droga o lo corona el crimen organizado o no. Así ha sido siempre. Desde el Paraíso: desde cuando el criminal Caín mató a Abel porque no era tan querido como su hermano: los celos. Y se cela siempre desde entonces. Se cela el auto último modelo tan anunciado en los medios, la finca “La Montagna” o el helicóptero que me han de obsequiar los de la “Cooperacha” y contribuir los de “La Línea” para mí último capricho. Por eso decía Buda que si se mata el deseo se mata el dolor, de Mariscal Zavala.
El ser humano es un engendro misterioso.
El ser humano fue hecho mitad por Satanás y mitad por Jehová. Ninguno de los dos lo echó del Paraíso. Él solo se expulsó porque no pudo entender a tiempo que podía igualar al Señor en sabiduría. Decidió lanzarse al pecado y la corrupción porque era un camino más fácil hacia el enriquecimiento ilícito.
Y qué le vamos a hacer. Eso somos y en nada nos convertiremos al final.
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