(Segunda parte y final)
La novela –lector curioso que me sigue en estas disquisiciones narratológicas- para que logre llamarse tal, debe –al menos- tener cierta unidad en algunos de estos tres aspectos fijados por Forster: que haya un mismo personaje protagónico a lo largo del texto (que puede entrar y salir incluso ausentándose en uno o más capítulos, como ocurre con el de Cofiño, que es Mateo Flores, su alter ego); que exista o se ofrezca un mismo espacio pese a múltiples fragmentaciones del mismo o, bien, que se dé una trama o un argumento no tan dislocado que pueda reconstruirse sin demasiados esfuerzos por parte del lector. Un cuarto aspecto sería el tiempo, es decir que la novela no lo descuartice a tal punto que el lector se pierda por completo y no sepa nunca como reestructurarlo. Virginia Woolf –en su “Orlando”- desafía la temporalidad casi por completo. Pero no es caótico este texto, porque el personaje es siempre el mismo.
Puesto bajo la lente exigente de estos cuatro elementos forsterianos, veamos con cuáles cumple, o no, “The Runner, en español”, con el fin de que, al final de este análisis en volandas, podamos bautizarlo con el adjetivo de: ¡es novela!, o negárselo para siempre.
El narrador (que nunca es el escritor) toma la voz en primera persona (narrador protagonista) en este texto de Cofiño que estoy comentándole. Es un yo el que cuenta el relato, sin que el texto caiga en la tercera persona (él o ellos)
El narrador protagonista –tiene aparentemente- un único fin al escribir su ¿autonovela?: conocer, localizar y homenajear a Mateo Flores –según él- el único guatemalteco de fama internacional, porque él –el narrador- también es un corredor (de allí el nombre de la ¿novela?) que compite en lides internacionales, como la maratón de Boston o el Iron man de no sé dónde.
El narrador (un yo cuyo nombre no sabemos ni sabremos) adora a Mateo Flores y emplea la excusa de localizarlo para rendirle homenajes que aún se niegan al súper señor que tiene nombre de estadio. Aunque el otro –también de fama internacional- Asturias haya alcanzado el Premio Nobel; pero esto -al narrador- no le importa gran cosa, aunque reconoce haberlo leído.
Con tal razonamiento (el de los homenajes florales a Mateo) el narrador aprovecha para contarnos sus propias peripecias, mediante las cuales nos enteramos que pertenece a la alta aristocracia-nobleza-nacional, que asiste a cocteles fufurufos donde alterna con Lionel Toriello o con Rodrigo Rey-Rosa. También que va al Japón (pero no el heroico y galante de Gómez Carrillo) o a varios países de Europa para competir en contiendas de altísima élite deportiva. De soslayo, nos enteramos que estuvo en el bote (insisto, no el escritor ni autor, sino el protagonista en primera persona) por consumo de drogas ¿y quién no, si vivimos en un país de alcohólicos? En fin, que “The Runner” casi emula a “Un viaje al otro Mundo Pasando por Otras Partes”. Eso sí, siempre acompañado y bajo la vigilancia de su estimada esposa, a quien conocemos solo por el nombre de Señora.
El narrador aprovecha también la coyuntura de Mateo Flores –a quien no deja de nombrar, capítulo sí, capítulo no, acaso para mantener aquella cierta unidad de perseguir a un mismo personaje a lo largo del texto- aprovecha –digo- tal coyuntura para contarnos quiénes son los ricos/ricos de Guate y, quiénes, los medio ricos que sólo tienen unas finquitas de café y alguna agencia de importación importante, pero no desbordante. Nos habla de la ecología, del cultivo del café, de sus amiguitos del colegio y de sus amigotes de parranda o de algún lugar no muy santo-antro. Asimismo, de lo desagradable de tener una visa, de EE.UU, que lo delata en un secreto culposo que ya no quisiera cargar.
La pinta del narrador protagonista es, como ya habremos podido catarlo, la de un personaje de la picaresca española, pero no de origen humilde como esos truhanes, sino de alta alcurnia. Trasladado al ambiente de nuestro continente, sería similar –guardando las distancias económicas- al de las novelas de onda mexicanas o a algún personaje del Bolo Flores (sólo que los del Bolo son de cuna muy ladina y municipal) con similares gustos por la mota y los abundantes nepentes-rosa, en el caso de “The Runner”.
Ya he podido demostrar al menos uno de los elementos que exige Forster para llamar a un texto que pretende serlo: novela. Puesto que el narrador protagonista está presente desde el inicio hasta el final. Los espacios son, principalmente, los de Guatemala: urbanos y algunos rurales. Y el asunto, aunque se fragmenta contando cosas que nos son importantes, en la ilación argumental, es siempre el mismo: la búsqeda de Mateo Flores para rendirle homenaje, al tiempo que confiesa (el narrdor) su vehemente deseo de ser no sólo deportista de élite, sino también importante y reconocido novelista guatemalteco, para acaso ser integrante del monte Parnaso nacional. Debo reconocer, pues, que “The Runner, en Español”, cumple con los tres requisitos –de Forster- ya mencionados y otros que ya expresé en la primera parte de este análisis
Pero quiero añadir lo siguiente: ¡Sí!, esta obra de Cofiño es una novela. Pero si toda ella hubiera sido escrita con la calidad del Tomo V, capítulo I, titulado “El árbol que lo vio todo”, este escritor y periodista y empresario y deportista podría figurar entre los narradores importantes de la Guatemala actual.
En su afán de salirse por la tangente -ante las cosas dramáticas de la vida- Cofiño generalmente, a lo largo de su texto, resuelve emplear, en todo caso, el sentido del humor negro, ora muy ingenioso, ora muy chabacán.
No obstante, en “El árbol que lo vio todo”, Cofiño se transustancia en un verdadero creador, lleno de luz y de finas y hondas emociones, haciendo que su narrador protagónico narre el accidente aéreo en el que cierto personaje del texto muere, con cargas emotivas que son de la más nítida creatividad lírica. Y emplea para ello la combinación fragmentada de dos o tres tiempos simultaneados: 1. El del árbol viejo que lo vio todo, 2. El de la despedida del padre ante su esposa y sus hijos y 3. El del accidente propiamente dicho. En este capítulo, Cofiño ¡es un escritor y un novelista de verdad! Lástima, digo, que la novela entera no se eleve a la calidad estética de “El árbol que lo vio todo” porque -cuando Eduardo quiere soltar todas las olas retenidas de un gran afectividad- lo hace con maestría.
Es tiempo, Eduardo Cofiño, de recomenzar el camino doloroso de la escritura de novelas que dejen un pedazo del corazón personal y, a la vez, que documenten la miseria guatemalteca, como lo realizás, de hecho, en tus columnas periodísticas de la revista Crónica.
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