Luis F. Linares López
La globalización ha sido presentada desde hace muchos años, por sus principales beneficiarios – el gran capital financiero y las empresas multinacionales – y sus corifeos, como una especie de fuerza de la naturaliza, indetenible, contra la que nada se puede hacer, excepto aceptarla con resignación y buscar cómo acomodarse a ella, para sacar algún beneficio o por lo menos sobrevivir.
Ciertamente hay países en desarrollo que, como China, se han beneficiado enormemente de ella, debido a que la deslocalización de la industria en los países desarrollados y en vías de desarrollo, la convirtieron en la fábrica del mundo. Pero este fenómeno no es nada nuevo, antes lo hicieron Japón, Corea y Taiwán. La diferencia es que Japón, en los años 60 del siglo pasado tenía 90 millones de habitantes, y Corea del Sur tenía 40 en los años 80, en tanto que China tenía poco más de 1,200 millones en 2000, con lo que su capacidad de absorber producción es infinitamente mayor a la de los originales tigres asiáticos.
Con excepción de los países nórdicos, que apostaron a la competitividad sin sacrificar a los trabajadores ni desmantelar el estado de bienestar, en el resto de países, la opción fue mantener la competitividad a toda costa, precarizando el empleo a través de la derogación o flexibilización de la legislación laboral – incluso para desvalorizarla se la llama despectivamente reglamentación – afirmando lisa y llanamente que la globalización tiene ganadores y perdedores. Se aplicaba la expresión “vae victis” ¿Ay, de los vencidos? La misma actitud de los promotores y defensores del ajuste estructural de los años 80: las reformas deben aplicarse cueste lo que cueste y le pese a quien le pese.
Un problema de entrada es que los ganadores fueron demasiado pocos y los perdedores fueron excesivamente muchos. Y se les dejó librados a su suerte o se les destinaron recursos irrisorios. Roberto Savio, el gran periodista ítalo-argentino, en un artículo sobre la abstención electoral de los jóvenes, menciona que en 2016 el gobierno de Italia destinó €20,000 millones al rescate de cuatro bancos y solo €2,000 millones para apoyar el empleo de los jóvenes, en un país donde el 40% de ellos no tiene trabajo. Y seguramente, la mayoría de los empleados están a tiempo parcial (la panacea identificada por nuestras creativas élites económicas) o en contratos a plazo determinado.
La izquierda democrática europea (representada principalmente por la social democracia) y el Partido Demócrata de Estados Unidos (vinculado históricamente con los sindicatos), abrazó abierta o solapadamente las tesis neoliberales al mismo tiempo que se volcó a favor de las causas “progres” – matrimonio homosexual, despenalización del aborto, la ideología de género, el multiculturalismo – olvidándose de sus orígenes y de su base social, así como de la centralidad de los derechos de los trabajadores para garantizar una sociedad donde el bienestar sea la norma y no la excepción. Esta es una de las causas principales del apoyo que obtuvo Trump en el “cinturón del óxido” o Le Pen en regiones afectadas por la desindustrialización, como Alsacia y Lorena.
De la mayor preocupación por los mercados y el desdén por los intereses de la población surge el malestar contra la globalización, o malestar en la globalización, como se titula una célebre obra de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía de 2001. Globalización que profundizó las brechas entre países ricos y países pobres y aumentó la desigualdad en todos los países, ricos y pobres. Esa globalización, que si sigue conducida como hasta ahora – según afirma Stiglitz – “no solo fracasará en la promoción del desarrollo, sino que seguirá generando pobreza” y el malestar contra ella aumentará. El mismo año que se publicó la obra de Stiglitz, el respetado presidente de Alemania, Johannes Rau, afirmó en un igualmente célebre discurso que la globalización no es un fenómeno natural, que es obra de humanos, quienes la desearon y la hicieron y por lo tanto “ellos mismos pueden alterarla, planificarla y llevarla por buen camino”.
En tanto eso no suceda. Mientras los gobiernos no dejen de ser marionetas de los grandes capitales y se decidan a buscar un equilibrio entre el mercado y la población; entre el afán de lucro y la necesidad de lograr o mantener la cohesión social, la puerta está abierta para las opciones demagógicas de izquierda o de derecha, pues los electores tienen poco o nada que perder. Solo la esperanza que, como dice el dicho, no llena, pero mantiene.