En Bérgamo, Bruselas, París, Alcorcón o Berlín, enfermeras, basureros, repartidores domiciliarios y cajeras -entre otros oficios a menudo menospreciados- siguen trabajando en la sombra, expuestos al riesgo de contraer la covid-19, por el bienestar de la población.
Un verdadero ejército de «invisibles» sin los cuales los países europeos que decretaron el confinamiento de la población quedarían paralizados.
La AFP difunde el testimonio de algunos de esos sacrificados trabajadores en cinco países de Europa.
Ester Piccinini, enfermera en Bérgamo
Ester Piccinini, enfermera de 27 años, vive en Albino, un pueblo cerca de Bérgamo, norte de Italia. Trabaja en el Hospital Humanitas Gavazzeni de Bérgamo, una de las ciudades más golpeadas por el nuevo coronavirus.
Desde hace un mes, su vida se ha visto alterada. Antes de la pandemia, era coordinadora del ala de los «pacientes privados», donde se alojaban los pacientes en espera de una operación quirúrgica. Desde el 1 de marzo, el ala está dedicada al coronavirus. Allí se instalan los pacientes más graves, que necesitan asistencia respiratoria antes de ser trasladados a cuidados intensivos.
«En la actualidad tenemos 44 pacientes que tienen la covid-19 (…) Mi trabajo ha cambiado completamente», afirma.
Para trabajar, debe equiparse con trajes especiales y máscarillas. Casada, sin hijos, gana entre 1,400 y 1,500 euros por mes.
«Ya no veo a mis padres, porque no quiero arriesgarme a infectarlos. Por la mañana, cuando llego al servicio, hago la señal de la cruz esperando que todo vaya bien. No lo hago por mí, no me preocupo por mí porque estoy protegida. Pero espero que los pacientes estén bien».
«Cuando un paciente es trasladado a cuidados intensivos, significa que su situación es crítica. Tratamos de tranquilizarlos. Una caricia vale más que mil palabras», dice.
Ana Belén, cajera en Alcorcón
Ana Belén, 46 años, es cajera en un supermercado de Alcorcón, a 13 kilómetros de Madrid.
En España, el segundo país más afligido por la pandemia detrás de Italia, «las cajeras han tomado conciencia del riesgo de contagio pero los clientes, depende…», afirma Ana Belén, cajera desde hace 26 años.
«No se puede comparar a las cajeras con el personal sanitario, pero digamos que la conciencia real de que hay que protegerse unos a otros, no la tenemos del todo. Hay clientes que todavía vienen al supermercado todos los días (…)», constata esta delegada para la prevención del sindicato Comisiones Obreras (CCOO), en la región de Madrid, la más afectada de España.
«La recomendación ahora es hablar lo menos posible. Hay clientes que son conscientes de la situación, otros que también nos dirigen palabras de aliento».
Una cajera trabaja en un supermercado de Madrid.
Ana hace aplicar las nuevas medidas contra el contagio en este supermercado de Alcorcón. «Actualmente, 90% de las cajeras llevan guantes, máscaras. Hay líneas de señalización en el suelo, tabiques, gel hidroalcohólico… recomendamos pagar con tarjeta de crédito», explica.
«Ya no hay las colas que había al principio del estado de alarma (decretado el 14 de marzo), todo está más tranquilo», pero las cajeras acumulan tensión observa Ana.
«Sabemos que tenemos que ir a trabajar al supermercado, sabemos que tenemos que hacer este servicio», subraya Ana.
«Pero en las cajas, 95% de los empleados son mujeres, con frecuencia con niños, ancianos o dependientes de los que se ocupan… Así que vienes a la caja registradora, pero al mismo tiempo piensas en tu madre, considerada más de riesgo, te preguntas si solo le traes sus provisiones, si vas a transmitirle el virus…», señala.
Mohamed, basurero en París
Mohamed, 40 años, basurero en París, destaca la soledad del trabajo desde que el confinamiento dejó las calles vacías.
«Uno se siente solo en el mundo, no hay nadie con quien hablar», confía Mohamed, que toma el transporte público cada día para llegar a su puesto de trabajo en un distrito del noreste parisino.
«Vamos con una bola de angustia en el estómago, pero no tenemos opción. Me gustaría que me hiciran un test y si el test fuera negativo iría al trabajo con más tranquilidad», dice Mohamed que trabaja del mediodía hasta las ocho de la noche y gana 1,550 euros mensuales.
Cuando «eso empezó», cuenta, recordando las primeras semanas de marzo, «no teníamos nada, no teníamos equipo». Pero uno de sus compañeros dio positivo al coronavirus y entonces llegaron los guantes, las máscaras y el gel hidroalcohólico.
Mohamed vive con la «angustia» de poner en peligro a sus padres de 70 y 80 años, con quienes vive.
Desde el inicio del confinamiento, Mohamed constató un cambio en la mirada de la gente. «Hay quienes nos saludan, que nos desean buena suerte. Nos sentimos valorados y nos da un poco de alegría», dice.
Un trabajador limpia una acera de París.
A veces, en algunas calles de París, cuando pasan los basureros, la gente los aplaude desde el balcón, observó la AFP.
«También hay gente que se desplaza 4 metros cuando nos ven. Tienen miedo. Los entiendo», dice Mohamed.
Usman, repartidor en Bruselas
Usman, 22 años, repartidor de comidas en Bruselas, trabaja con «un poco» de miedo porque no sabe si sus clientes están afectados por el virus.
«Cuando llego a la casa del cliente, pongo el paquete en el maletero de mi bicicleta, digo hola y me aparto para que tome su pedido», cuenta, imitando la escena, delante del mostrador de Konbini Kitchen (especializado en comida asiática), donde los cocineros preparan los platos para llevar.
Desde el brote de la covid-19, se ha erigido en la acera una «barricada de seguridad», compuesta de cajones, para respetar las distancias de seguridad entre la cocina y los repartidores que esperan ser contactados.
Gorro de lana en la cabeza, Usman no lleva máscara. «Había comprado una caja al principio pero ya no tengo más y no conseguí otra», comenta.
Entre los repartidores que esperan junto a él, algunos llevan guantes azules de protección, pagados, como las máscaras, con su dinero.
Usman, cuya familia es oriunda de Guinea, ha recibido algunas propinas «un poco más importantes, dos euros» desde la crisis sanitaria, pero no en todos los casos.
Dice que hace una «decena de entregas al día», por unos 400 euros a la semana en su bicicleta eléctrica, que alquila por 170 euros al mes.
A pesar de las grandes dificultades para trabajar en este contexto, también hay satisfacciones.
«Los clientes nos dicen ‘gracias por su valentía’. Es un placer seguir trabajando», dice Salahedin, uno de los cocineros.
Dirk Foermer, enfermero auxiliar en Berlín
Dirk Foermer, de 50 años, es auxiliar de enfermería en una residencia de ancianos de Berlín desde 1996.
En la residencia hay 37 ancianos, de los cuales muchos sufren de demencia.
«En este momento, la situación de las personas empleadas en residencias de ancianos, tiendas, etc. es más reconocida, algo agradable, por supuesto», dice Foermer.
«La población se da cuenta de cuánto depende en realidad de esos empleados. Es gratificante», dice Foermer.
Muchas de las nuevas normas sanitarias son difíciles de aceptar para las personas con demencia.
«Se les puede decir que es peligroso y que no se debe salir (…) Otros no entienden por qué sus familias no los visitan. En particular, se utiliza Skype o FaceTime» para mantener el contacto con los familiares, explica.
Uno de los principales temores de Dirk es la posible aparición de casos de covid-19 en su establecimiento.
«Anteriormente, los residentes a veces querían abrazarnos, este gesto es difícil en este momento, tenemos que mantener las distancias», afirma.
«Tenemos gente con la que hemos forjado lazos muy fuertes y si los perdiéramos por el virus, sería muy difícil. Llevamos máscaras y batas» y «todo está desinfectado» pero «por supuesto, no somos un servicio de cuidados intensivos.», señala.