Los argentinos luchan contra una vieja conocida: la inflación

«No nos alcanza el dinero»; «la plata no da para nada»; «así no se puede». En el Mercado Central de Buenos Aires los ánimos de los compradores oscilan entre el hartazgo, el desaliento y la resignación ante una lacra histórica de Argentina: la inflación. 

Son las nueve de la mañana y el principal mercado mayorista de la ciudad es un ajetreo constante. Un ir y venir de compradores y vendedores que cargan cajas y enormes bolsas de frutas y verduras por las 12 naves industriales del complejo donde trabajan más de 5.000 personas.

El mercado incluye un pabellón donde se venden productos al por menor con grandes descuentos. Decenas de personas recorren sus pasillos en esta fría mañana, en vísperas de las elecciones primarias. Su idea es llevarse el mayor número de productos para aprovechar el viaje hasta este recinto, situado en el municipio de Tapiales, al suroeste de la capital.

Adriana Botto, una arquitecta y profesora de 67 años, compra carne en uno de los puestos. Está con su hijo Paolo, de 38 años, que la ha acompañado en automóvil desde Retiro, un barrio de clase media alta del este de Buenos Aires.

Las visitas mensuales de Adriana al Mercado Central reflejan la historia reciente de la economía argentina. Empezó a venir en 2000, con el país inmerso en una crisis profunda. Siguió haciéndolo hasta 2007, cuando Argentina llevaba tres años repuntando con el gobierno del peronista de centro-izquierda Néstor Kirchner, y regresó en 2015, en el último periodo de la esposa de éste, Cristina, con una economía que mostraba señales de estancamiento.

El sucesor de Kirchner, el liberal Mauricio Macri, que había prometido controlar la subida de precios, no ha conseguido hacerlo. Entre mayo de 2018 y el mismo mes de 2019, la inflación, una de las más altas del mundo, aumentó un 57,3% y los sueldos crecieron un 38,4%. Las cuentas no dan para muchos argentinos.

«Ahora se compra lo que más rinde: el pollo, la milanesa, el cerdo», cuenta Adriana Botto, cuyo marido también es arquitecto. «El sueldo alcanza para pagar la luz, los impuestos, comida y poco más», tercia Paolo.

Larga historia

En Argentina llueve sobre mojado. El problema de la inflación comenzó en los años 1940 cuando Juan Domingo Perón hizo imprimir billetes para financiar sus medidas sociales, y siguió en las décadas siguientes, con contadas excepciones, porque la impresión de pesos se usó para paliar los déficits fiscales.

Esa historia se nota. Varios de los entrevistados hablan con soltura de economía, de cosas como la devaluación del peso. Jorge Luis Avellaneda, un empleado del gobierno capitalino, es uno de ellos. Su esposa y él han recorrido 50 km desde Pilar, al norte de Buenos Aires, hasta el barrio de Flores para comprar ropa.

A su alrededor, en la avenida Avellaneda y en las calles adyacentes, las vitrinas muestran todo tipo de ofertas: 50% de descuento por liquidación, tres jeans por 600 pesos (unos 13 dólares), pagos en tres o seis cuotas sin interés.

Pendientes del dólar

Jorge Luis y su esposa vienen una vez al mes a esta zona de tiendas de ropa barata, negocios mayoristas que empezaron a vender también artículos al por menor para salir adelante. 

«Acá siempre estamos pendientes del dólar», explica este argentino que tiene cuatro hijos, tres nietos y cobra 45.000 pesos (1.000 dólares) al mes, más de tres veces el salario mínimo. «Si se anticipa que va a subir el dólar, salgo a comprar todo lo que puedo en oferta», porque las subidas de la moneda estadounidense alimentan el aumento de los precios.

Otro comprador, el ingeniero Ignacio Di Rocco, de 40 años, está cansado de la inflación. «Te afecta un montón, te saca mucha energía el tener que pensar en eso», dice. «Llegas a fin de mes, te sobra un peso y no sabes qué hacer con él, porque sabes que dentro de poco ya no valdrá nada».

La población intenta no renunciar a demasiado, mantenerse a flote en un país que vive en recesión -una de las consecuencias de las subidas de las tasas de interés para frenar la inflación- y donde un tercio de los habitantes es pobre.

En un supermercado del barrio, Diana, de 63 años, estudia los precios de un detergente. Hace poco que dejó su trabajo de empleada administrativa. El futuro le parece poco alentador. «No va a haber solución a esto. El otro gobierno (el de Cristina Kirchner) fue igual de malo», lamenta. 

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