Podríamos decir, utilizando el método de enseñanza a base de parábolas o comparaciones de Nuestro Señor Jesucristo, cuya solemnidad de Cristo Rey celebramos los católicos el domingo pasado, que las finanzas del Estado guatemalteco pueden compararse a un matrimonio típico de la metrópoli capitalina. El esposo es empleado formal, con cobertura del IGSS y el ingreso promedio del asalariado del área metropolitana (Q2,962), mientras la esposa trabaja por cuenta propia, también con el ingreso promedio correspondiente (Q2,834). Entre los dos llegan a casi Q5,800 al mes.
Tienen tres hijos y vive con ellos la mamá de la esposa, quien no tiene jubilación y, por consiguiente, sin garantía de atención médica. Si bien están arriba del umbral de pobreza, el 57 por ciento de sus ingresos (equivalente al costo de la canasta básica) lo destinan a alimentos y Q800 para alquiler de vivienda, quedándoles menos de Q1,800 (Q30 diarios -imagínese usted, estimado lector, qué podría hacer con solamente esa cantidad para todos sus gastos, fuera de comida y casa- para todo lo demás. Cuando la abuelita sufre algún problema de salud tienen que reducir el gasto de alimentos y, en lugar de ropa nueva para los hijos, acuden a una venta de paca. Las eventualidades las cubren con el aguinaldo y bono 14 del esposo, que casi siempre está comprometido antes de recibirlo.
Podrían, eventualmente, pagar la mensualidad de una casita, muy alejada de la ciudad, con los consiguientes problemas de transporte, pero no logran reunir lo del enganche. Por muchos milagros que hagan, por bien que administren hasta el último centavo, haciendo de vez en cuando unas horas extras el esposo, o vendiendo comida los fines de semana la esposa, siempre están con aprietos, sin poder llevar a los hijos a comer fuera de la casa o a un paseo de fin de semana. También les dicen a los hijos que, si mucho, los podrán apoyar para que terminen la secundaria. Después tendrán que buscar trabajo. Indudablemente esta situación sería mucho más dramática si se tratara de una madre soltera.
Y podría darse otra situación. Que otra familia, con ese ingreso mínimo, fuera irresponsable y despilfarradora. Que se endeudara para comprar ropa y zapatos de marca. Que el esposo se eche sus tragos todos los sábados. Si la primera familia logra salir a duras penas, esta segunda está condenada.
De nada serviría incluso que el esposo consiga un trabajo mejor pagado o que un familiar, desde los EUA, les mande unos dólares para contribuir al sostenimiento de la abuelita. Nunca les va a alcanzar lo que ganen. Mientras más ingreso tengan, mayor será el despilfarro y menos podrán atender los gastos esenciales de una familia.
Algo así pasa con las finanzas públicas. Con un ingreso del 12 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), ni la administración más austera, responsable y honrada podrá atender las funciones esenciales del Estado. Que no se puede reducir al Estado policía, encargado de la seguridad y la justicia y del cumplimiento de los contratos, como proclaman los neoliberales.
Con más de la mitad de la población viviendo en la pobreza, el Estado debe ofrecerles educación, salud gratuita y de calidad, y oportunidades de vivienda digna. Solo para eso los países de América Latina gastan en promedio el equivalente del 12 por ciento del PIB.
Para salir del hoyo necesitamos alcanzar, como mínimo, el equivalente al 18 por ciento del PIB, pero primero tenemos que ordenar la administración pública, reducir el gasto suntuario y superfluo, erradicar la corrupción y dedicar la mayor parte de los recursos a los servicios esenciales. Con el 1.2 por ciento de gasto en salud con relación al PIB no llegamos a ninguna parte y peor si la mitad de lo presupuestado para medicinas se lo lleva la corrupción, y si tenemos 19 secretarías de la Presidencia y la Vicepresidencia, programas como fertilizantes, bolsas solidarias y tanto gasto innecesario.
Una vez logrado esto, tenemos que pasar de inmediato a una reforma que reduzca la regresividad tributaria (los ingresos provienen principalmente de impuestos indirectos, mientras los que concentran la mayor de la riqueza del país pagan mucho menos) y garantice que paguen más los que más tienen.
El pretexto ahora es la corrupción. Una vez superada, hay que esperar que no vengan con otros: que se castiga la riqueza, que se resta competitividad.. y la mayor mentira de todas: que siempre resultan pagando los mismos.
Con ingresos de alrededor del 12% del PIB, ni la administración más austera puede atender las necesidades del Estado.