
Carlos Lauría es el Director Ejecutivo de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que reúne a m{as de 1,300 publicaciones de todo el continente y tiene una trayectoria de décadas defendiendo la libertad de prensa.
Por Carlos Lauría
Conocí a José Rubén Zamora hace más de veinte años, cuando era responsable del programa de las Américas del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ). Fue uno de los primeros casos graves que tuve que atender: el ataque brutal que sufrió él y su familia en 2003.
Aquel episodio –un comando de hombres armados que irrumpió en su casa, lo encañonó, golpeó a sus hijos y lo obligó a escuchar cómo le decían que iba a ser ejecutado– quedó grabado en mi memoria.
Unos años después, en julio de 2008, de viaje de trabajo en Ciudad de Guatemala, otra noticia me conmovió: José Rubén había sido secuestrado y abandonado semi inconsciente en la zona Chimaltenango.
Recuerdo también la angustia de su equipo, la preocupación de sus colegas, la sensación de que Guatemala podía perder a una de sus voces más lúcidas. Horas después, escuchar su voz —desorientada, pero firme— fue un alivio inmenso.
Aquella vez me confesó que no podía recordar nada, que solo sabía que había salido a cenar y que despertó desnudo y golpeado en un hospital. Fue uno de los múltiples intentos de silenciar su voz, de impedir que siguiera investigando la corrupción y el crimen organizado. Y pese a ello, siguió escribiendo, denunciando y publicando. Nunca dejó de señalar el funcionamiento del poder en las sombras. Fue intimidado, amenazado, enjuiciado y agredido por artículos publicados.
Un sistema de persecución judicial contra críticos y opositores orquestado por el Ministerio Público durante el gobierno de Alejandro Giammattei le urdió una oscura trama judicial. Y desde hace más de tres años José Rubén está en prisión. Lo detuvieron en 2022 en un allanamiento sin fundamentos claros; en menos de 72 horas fabricaron cargos de lavado de dinero, chantaje y tráfico de influencias.
Su primera audiencia no se realizó en el plazo legal, y desde entonces todo lo que lo rodea el caso es un ejemplo de mala fe institucional: tres procesos penales armados, violaciones sistemáticas al debido proceso, y un aparato judicial dispuesto a enviar un mensaje inequívoco: en Guatemala, el periodismo crítico se castiga.
El efecto dominó fue devastador: el cierre de elPeriódico, el hostigamiento judicial contra su redacción, el exilio forzado de su familia, la amenaza permanente contra cada persona asociada a su trabajo. No hay otro nombre que describa este proceso más que persecución política.
La visitamos en prisión con una misión de la SIP y el CPJ en enero de 2024 y luego, en octubre de ese año, me dio gusto verlo en octubre luego de recuperar temporalmente su libertad. La ocasión sirvió también para un encuentro con el presidente Bernardo Arévalo. Los vicios de un proceso judicial claramente irregular lo llevaron a prisión otra vez en marzo. Y allí sigue, con dilaciones constantes de sus audiencias y obstáculos permanentes para mantenerlo preso.
El viernes pasado lo visité en prisión junto a su hijo José. Pensé que lo encontraría desanimado o consumido por el aislamiento. No fue así. Me recibió sereno, lúcido, incluso con una energía que me sorprendió. Su aspecto físico no puede ocultar lo que atravesó: en los primeros meses de cautiverio fue sometido a torturas físicas y psicológicas, condiciones de encierro extremas, humillaciones cotidianas. Podrían haberlo destruido. Pero no pudieron con su temple inconmovible.
Hablamos durante horas. Lo escuché relatar los detalles de su encarcelamiento, las celdas, las noches sin dormir, el peso insoportable de saber que podía morir allí adentro. Pero también lo escuché hablar de su familia con una ternura inmensa, de su fe en la justicia internacional, de su voluntad inclaudicable, de su certeza de que lo que hizo fue lo correcto.
Admiro su entereza ante tamaña injusticia. Quizás sea la convicción de alguien que entiende que la verdad no es una profesión, sino un deber moral. Acaso se trate sea la necesidad de seguir siendo un referente para una generación entera de periodistas que crecieron a su lado. O tal vez sea, simplemente, un acto de resistencia íntima, la forma más pura de decir que, aunque le hayan quitado la libertad, no lograron quebrarlo.
Mientras salía de la prisión, pensé en aquel activista de hace veinte años, enfrentado por primera vez a la brutalidad contra un periodista en Centroamérica. Y pensé en todo lo que cambió desde entonces —para él, para Guatemala, para el periodismo— y en lo que no cambió: el coraje de José Rubén.
Su resiliencia, en medio de la injusticia, es un recordatorio de que aún en los contextos más adversos, un hombre puede elegir no rendirse y puede elegir seguir siendo libre.
Su historia merece ser contada con respeto, pero también con indignación. Y porque confío —de verdad lo creo— en que llegará el día en que podamos abrazarlo fuera de esa celda.
Hasta entonces, nuestra obligación es clara: seguir reclamando su liberación, denunciar cada atropello, y no permitir que el silencio se convierta en cómplice.
José Rubén Zamora es un hombre injustamente preso. Pero no está derrotado. Y mientras siga teniendo voz, aunque sea desde la cárcel, Guatemala seguirá teniendo una posibilidad de redención.
