La muerte súbita de un zancudo

GUSTAVO LEIVAServir a la Vida: Gustavo Leiva


Eran exactamente las 6 de la mañana con 3 minutos y algunos segundos. Se los digo porque vi la hora en un reloj digital que nunca se equivoca. Había terminado de hacer mis ejercicios. Me disponía a volver a poner en orden todos los aparatos que había utilizado para mi rutina diaria. Me faltaba poner en su lugar el lazo que uso para estirarme la espalda. Cuento esto porque, cuando estaba enredando el lazo en una de las columnas de la terraza, me sorprendió ver que, entre esta columna y la pared, había un zancudo que había sido atrapado por una tela de araña. Me quedé un rato viéndolo. Era imposible no sorprenderse. El enorme despliegue de fuerzas que hacía para liberarse, era realmente formidable. Era un guerrero que no quería rendirse. La tela de araña se movía de un lado para otro con fuerza, pero no se rompía. Por supuesto que, como estoy condicionado a ver la vida entre quien gana y quien pierde, traté de encontrar dónde estaba la araña, pero no la encontré. En mi mente, yo estaba esperando a que la araña apareciera, se acercara al zancudo moribundo, y le diera el último envoltorio de la muerte para que dejara de moverse. Pero eso nunca ocurrió. La araña no apareció para nada.

Tengo que darles estos otros datos. La tela de araña de la que estoy hablando no era más grande que unos 15 centímetros de largo, por unos 10 o 12 de ancho. El zancudo era de esos que son grandotes. Tendría unos cuatro centímetros de largo. Pero sus alas, de punta a punta, medirían un poco más de los ocho centímetros. Parecía un escuálido barrilete atrapado entre los cables de electricidad. Llamaba mucho la atención lo fino de las filigranas que tejían sus alas y lo largas que eran sus finas patas. Sea como sea, era un zancudo, que ahora tienen la fama de ser portadores de enfermedades mortales como el zika.

Para entonces, yo había tomado esta decisión: esperaría el tiempo que fuera necesario hasta ver el desenlace de este episodio donde la vida y la muerte estaban danzando frente a mis ojos. Cancelé todo tipo de presiones de tiempo y espacio, y me dispuse a ver el final de esta batalla.

Entonces me pasó algo raro. Poco a poco me puse más a favor del zancudo que de la araña invisible. En el fondo de mi corazón, me parecía que estaba haciendo tantos esfuerzos que merecía salvarse. Me acerqué más. Me sorprendió ver que, en la medida que el zancudo le ponía más ganas, y más pataleaba, más y más se enredaba, y menos podía moverse, pero no perdía sus fuerzas. Cabal, cuando me pregunté cuánto más podría aguantar pataleando de ese modo tan estrepitoso, el zancudo se quedó paralizado, y ya no se movió más. Me imaginé que tuvo una muerte súbita. Que se le habría parado el corazón de tantas fuerzas que había hecho.

Conmovido por lo rápido que todo esto ocurrió, en no más de 30 segundos, respiré profundo y pensé que entre los zancudos y nosotros, los seres humanos, la única diferencia no es la muerte, ni lo que se tarda uno en morir. En eso somos iguales, y no hay diferencias entre nosotros y todos los zancudos del mundo. La diferencia fundamental entre estos insectos y nosotros es la trampa en la que los dos, eventualmente, algún día, en algún momento, caemos.

El zancudo no tiene otra. No es culpable. Va volando. En su camino se le atraviesa una tela de araña que no advierte. En nuestro caso, las trampas mortales sí se miran, pero no con los ojos con los que vemos a los zancudos o a las telas de araña, sino con los ojos que llevamos dentro del corazón. Muchas de las personas que aparecieron fotografiadas en los periódicos después del Tsunami de la CICIG y del MP el día de ayer, es obvio, que carecen de los ojos con los que se ve desde el corazón.

¿Cómo arreglamos este problema aquí y en otros lados del mundo? ¿Cómo hacemos para recuperar nuestra capacidad de sobrevolar por encima de las tentaciones? Las trampas dejan de ser trampas cuando las vemos como realmente son: espejismos. Pero cuando caemos en una de ellas, la muerte no tarda los 30 segundos que duró la del zancudo, sino que es lenta, toma años, es dolorosa, es atroz. Se está muerto por dentro, aunque se esté vivo por fuera, por eso, los malos… son malos.

Cabal, cuando me pregunté cuánto más podría aguantar pataleando de ese modo tan estrepitoso, el zancudo se quedó paralizado.

 

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