Un conglomerado de inocentes y preclaros guatemaltecos —muchos de los cuales acuden babosamente optimistas a la Plaza, durante los sábados de shuco y granizada— afirman sin necesidad de un buen puro alucinógeno, que Guatemala está despertando y, otros más osados en su tontera, pregonan que la Patria ¡ha despertado ya! Y que se abre a una aurora de esperanza: ¡ah, tópico tan manoseado!
Hace ya bastantes años —cuando tenía una columna periodística trisemanal, en un Siglo XXI de bien recordado prestigio— acuñé algunos términos sociológicos que enriquecieron la lexicografía nacional, como aycinenismo o Guatemala inmutable. El significado de este último término —que más bien es una locución— nace de una convicción que, tras mucho trajinar en la atelana nacional —observando que todo el Estado de Guatemala no es más que una bien montada representación donde ¡enredando!, se juega con los conceptos de bien y mal— me llevó penosamente a la conclusión de que aquí todo permanece, nada cambia y que cuando cambia es para que todo quede igual. Y lo digo con la convicción de quien ha leído en su lengua original, y estudiado, el libro del príncipe de Lampedusa. Ese que todos citan sin haberlo leído y de donde se desprende la frase de que hay que cambiarlo todo para que todo quede igual. La misma idea de la Guatemala Inmutable, idea que concebí cuando sólo tenía nociones de Il Gattopardo.
Parménides, el gran filósofo presocrático, afirmó y sostuvo que el Ser es inmóvil y por lo tanto inmutable. De mis viejos y nuevos estudios tomé aquella idea y de la Hélade Antigua la pasé Guatemala. Con esto quiero decir que aquí las revoluciones no hacen huesos fijos ni, menos, las refundaciones ni las Constituyentes o renovadas Constituciones. De aquí salieron corriendo ¡despavoridos! Juan sin Tierra y Cromwell, Hobbes, Locke y y todos los enciclopedistas con la guillotina a cuestas. Aquí todo regresa a la Colonia encomendera. Esta es la patria del maldito criollo, es decir, la patria del satánico Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, señor de los avernos y padre de todos los creadores de cuerpos paramilitares. Porque Guatemala es paradigmática en el cultivo de nefastas tradiciones inmutables como la de que —dentro de un organismo ideado supuestamente para el bien— surge otro paralelo que se dedicará al mal.
Lo que está ocurriendo en la SAAS —y el renacimiento en ella de CIACS— no es más que uno de los rasgos más prominentes y monstruosos de la Guatemala Inmutable. De toda nuestra historia y tradiciones folklóricas, es el nacimiento y proliferación de estas organizaciones llamadas clandestinas lo que nos determina y caracteriza. Con descaro ya desde Arana Osorio, pero veladas, desde Peralta Azurdia. Más de 50 años de terrorismo de Estado, de desapariciones forzadas, de ejecuciones extrajudiciales y de descarado espionaje (CIACS), que es lo que últimamente más tímidamente se estila.
La hiena de Zacapa no disimulaba, ni sus sucesores castrenses. Casi eran innecesarios los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos, porque el Ejército abiertamente masacraba donde y cuando le daba la gana. Prueba de ello es el actuar genocida del monstruo de los monstruos: Efraín Ríos Montt. Acaso con él comenzó la era del disimulo y de CIACS, menos exhibicionistas. Ríos: el pastor, el anciano, el sacerdote eminente de la Iglesia del Verbo.
Otros tiempos han llegado, dicen los que van a la Plaza de shuco y granizada sabatinos. Yo exclamo ¡que para nada! Y que nuestra inmutabilidad -y la locución que inventé- siguen con plena vigencia. Aquí el verbo ¡cambiar!, ha sido borrado de las páginas de nuestro Diccionario Patrio.
Pero ahora, la historia que vemos escuece más. La hiena de Zacapa —dije— no disimulaba. Su zarpazo era directo. Corramos la película e instalemos al máximo la doble moral: El cómico se hace ungir —por su pastor— Presidente de Guatemala. Lo vimos de blanca oveja en la Mega Frater por la tele. Lo de la Catedral fue por taparle el ojo al macho. Es más, también lo hemos observado en el Desayuno Nacional de Oración —con la élite, el Estado y su Iglesia— invisibilizando a la sociedad civil —la masa— que babosamente lo eligió, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.
¿Pero a quién engaña Jimmy Morales que mancilla su apellido porque de morales, nada? Ha mentido y ha vuelto a mentir, desde hace seis meses cuando dijo que no metería su zarpa en el Legislativo y, desde la campaña electoral, cuando ofreció no subir ni modificar la carga impositiva. Cultiva el nepotismo. Etcétera. Él finge y vuelve a fingir. Para eso es comediante.
Guatemala se hunde en la doble moral instituida por El Príncipe —figura idealizada, de César Borgia, por Macchiavelli—. Porque el príncipe podía consumar el mal ¡y ser malo! hasta las últimas instancias de la maldad ¡contra su pueblo y sus enemigos!, si se ponía en peligro su monárquica y soberana figura. Pero ese libro pasó de moda hace dos o trescientos años. De manera que si el pobre Jimmy lo quiere imitar —con la doble moral de pastor oveja, pero fecundador de CIACS— va perdido y equivocado y se erige contundente