Desde mi primera experiencia como servidor público, en la Asociación Nacional de Municipalidades (Anam) presidida por el Lic. Manuel Colom Argueta, fui un convencido de que el municipio es la célula básica de la democracia; que por ser producto de la voluntad popular debe estar dotado de autonomía; y que siendo la autoridad más cercana al ciudadano, es quien puede conocer mejor los problemas que le afectan, y que, por esa cercanía, es la instancia más apropiada para que los ciudadanos puedan participar en la identificación de necesidades y problemas, y ejercer control sobre el ejercicio del poder.
En esos años (inicios de la década de los 70), la Constitución de 1965 otorgaba una autonomía muy limitada –de carácter técnico, rezaba el artículo 234 constitucional– y el grado de autonomía dependía de la categoría en la que se ubicara cada una de las municipalidades. La comuna capitalina, que desde los años 40 desarrolló una buena capacidad para financiarse mediante emisiones de bonos y el arbitrio de renta inmobiliaria, tuvo hasta los años 60 administraciones muy eficientes. Era prácticamente la única que funcionaba con un margen razonable de autonomía, en tanto que el resto estaba sometido a la tutela del Infom.
A causa del reducido espacio fiscal que les dejaba el Estado, la mayor parte de municipalidades padecía una pobreza que llegaba a ser extrema. En muchas de ellas, los alcaldes y concejales no tenían sueldo ni dietas, y al secretario-registrador civil-tesorero se le pagaba una vez al año, al recaudar el boleto de ornato.
Desde la Anam, cuya presidencia correspondía de oficio al alcalde capitalino, Colom Argueta encabezó una lucha por que se destinara a las municipalidades el 5 por ciento del presupuesto general y, de esa manera, la autonomía dejara de ser una ficción legal. Cabe indicar que la Constitución vigente dejaba a discreción del Ejecutivo decidir qué cantidad destinaría para atender las necesidades de los municipios y quién administraría esos recursos. Es también importante recordar que, después de dos o tres períodos de decadencia, la administración de Colom Argueta marcó el resurgimiento de la Municipalidad capitalina, pero la de su sucesor estuvo marcada por grandes deficiencias y elevada corrupción. En una ocasión, la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) señaló que, si no fuera por la obligación de respetar la autonomía municipal, la Municipalidad debía ser intervenida.
Antes de la Constitución de 1985, la pobreza de las municipalidades, incluso la capitalina, llegaba a ser extrema y su margen de acción era muy limitado.
Durante la administración del Lic. Abundio Maldonado, recientemente fallecido y por quien siempre guardo una especial estima, tuve la oportunidad de desempeñarme como subdirector y luego director de Servicios Públicos. Su administración tuvo pocos logros, a pesar del esfuerzo realizado para sanear las finanzas municipales, pues fue marginada totalmente por el gobierno de Lucas García. Algo que no hizo Arana Osorio con Colom Argueta, pues el aporte del Gobierno, mediante la construcción del puente del Incienso, fue fundamental para ejecutar el Anillo Periférico, máxima obra de su administración.
Esto me persuadió aún más de la necesidad de garantizarles a las municipalidades, mediante mandatos legales, la transferencia de recursos financieros provenientes del presupuesto general. Por eso apoyamos con entusiasmo la inclusión, en la Constitución de 1985, del situado constitucional destinado a los municipios, fijado inicialmente en el 8 por ciento del presupuesto de ingresos ordinarios. También, desde la Municipalidad de Guatemala, siendo parte del equipo de Álvaro Arzú, colaboramos con el Lic. Rodolfo de León Molina, quien, con el apoyo de Asíes, elaboró un excelente proyecto de Código Municipal. La mayor parte del mismo fue recogida en el Decreto 58-88, emitido en 1988 para cumplir con el mandato constitucional.
En ese código se mantuvo una disposición del Código Municipal de 1957, relativa a que el fin primordial del municipio era la prestación de los servicios públicos. Insistí en varias oportunidades, atendiendo al principio de que en lo público solamente puede hacerse lo que la Ley permite, que se enumeraran los servicios públicos que correspondía prestar a las municipalidades. Pero la corriente en boga en esa época, y que aún persiste a pesar de la experiencia negativa, iba por el lado de que el municipio debe tener un amplio margen de actuación, para atender todo aquello que sea necesario para promover el desarrollo integral de su jurisdicción (continuaremos).