Ennfoque por: Gonzalo Marroquín Godoy
Bien dice un refrán popular que a grandes males, grandes remedios. No se puede curar el cáncer con un simple Mejoral, como tampoco cerrar una herida profunda con curitas. Tampoco se puede dar educación solo con libros. Al cáncer hay que enfrentarlo con quimioterapia u otros métodos y medicinas avanzados. Las heridas graves requieren cirugía, de la misma manera que para mejorar el sistema de educación se debe contar con políticas, maestros e infraestructura adecuada, entre otras cosas.
En 1985, la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) aprobó la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP), que debía regir para la transición política y luego ser la estructura que permitiera el desarrollo democrático del país. El espíritu de los constituyentes era, por supuesto, crear instituciones sólidas —TSE y partidos—, para salir del oscurantismo al que se había llegado a causa de las acciones provocadas por los continuos regímenes militares, en los que brillaban por su ausencia los valores democráticos.
Si bien, la citada ley tenía muchos defectos, la verdad es que era suficiente para las demandas populares de aquél momento histórico. Se iniciaba una etapa de gobernantes civiles, en la que se suponía que pronto se podría alcanzar un mejor nivel de democracia; se llegó a pensar que los partidos políticos madurarían y que pronto en el país soplarían vientos de cambio.
Pero no sucedió aquello que tanta falta hacía. Se creó un caciquismo en los partidos políticos más organizados, mientras que muchos de los pequeños se convirtieron en simples estructuras electoreras que podían ser utilizadas por terceros. Con dueños, los partidos se olvidaron de fomentar la democracia interna y, en cambio, sí hicieron que la corrupción se convirtiera en el mayor atractivo para la actividad.
Se comprobó que el TSE tenía poca fuerza como para ser considerado verdaderamente Supremo, hasta ver que cada cuatro años, los guatemaltecos acudimos a las urnas para votar por el menos malo, en vez de encontrar opciones buenas entre las que se pueda escoger al mejor.
El resultado del fracaso del sistema se ha hecho evidente desde el principio de esta era. Los partidos políticos que han gobernado han promovido la corrupción y ha quedado al desnudo la voracidad e incapacidad de su clase dirigencial. El sistema de partidos políticos ha quedado caduco y no responde a lo que la población anhela, porque en 30 años ha sido incapaz de atender de manera adecuada las deficiencias en materia de educación, salud, seguridad ciudadana e infraestructura. Por eso, seguimos sin desarrollo ni oportunidades para la mayoría de guatemaltecos.
La crisis del año pasado hizo que todas las deficiencias del sistema político afloraran y se hicieran evidentes en toda su dimensión. Se dio, entonces, el clamor por una reforma profunda al sistema político del país. La respuesta ha sido la de darle mejorales a un enfermo terminal. Ni siquiera los dolores se alivian con cambios cosméticos a la ley.
La llamada clase política ha sido muy hábil. En vez de enfrentar a la conciencia ciudadana que le repudia, maniobraron para hacer que una propuesta del propio TSE caminara, sabiendo perfectamente que surgió en medio de la crisis de 2015 y que apenas incluía algunos cambios significativos, pero no decisivos en el cambio que el sistema necesita.
Por ejemplo, se acepta el voto de los migrantes —muy bien por ello—, se promueve equidad de género en las candidaturas —bien por eso, pero no lo van a aprobar—, y se introduce el financiamiento público, aparte de algunas mejoras más —multas, fortalecimiento pequeño del TSE, etcétera—. Pero en cambio, no se hace nada para fomentar la democracia interna de los partidos, tampoco se lleva al TSE al nivel que debiera, y sobre el financiamiento privado, hay poco fortalecimiento para su fiscalización.
Los diputados se muestran satisfechos, porque —dicen— es mejor esto que nada. En eso tienen razón, pero es una lástima para la sociedad en su conjunto, que no se haya aprovechado la oportunidad para arrebatar la iniciativa a la propia clase política, y buscar los mecanismos para que una reforma real y profunda se presentara y se les exigiera a los diputados su aprobación.
Ese era el gran remedio que hacía falta para el gran mal que nos aqueja con los partidos políticos.
Tan es así, que los parlamentarios que más vergüenza muestran, toman como pretexto que las citadas reformas contemplan que cada proceso electoral debe ser sometido a una nueva reforma. Por supuesto, para mantener ellos siempre el monopolio de promoverla.
La hicieron bien los diputados ¡para ellos!. La clase política seguirá tan campante como Johnnie Walker —sigue caminando—. La diferencia está en la calidad del producto: nuestros políticos no sirven y necesitamos el cambio; ese whisky continúa igual, por su gran calidad.
Los partidos políticos seguirán igual, sin democracia interna, solo que ahora con más dinero para promoverse a sí mismos.