José Alfredo Calderón E.
Historiador y analista político
Esta semana mi gran amigo Ramiro Ponce, consultor organizacional y de desarrollo humano con gran éxito, me lanzó públicamente una pregunta: “De donde sale esa tendencia a quedar bien con todo el mundo, será que la historia nos proporciona alguna luz al respecto.” Y he aquí un esbozo de respuesta, no sin antes indicar que esa maña es compartida con varios países, pero sólo en Guatemala adquiere características tan especiales.
MI amigo partió del hecho que muchas empresas[1] aceptan todo tipo de trabajos y clientes y que, en su afán por quedar bien con todos, tanto las organizaciones que contratan como la propia organización que brinda el servicio profesional, salen desgastadas e insatisfechas, con las consiguientes consecuencias para ambos.
Esto de que querer quedar bien con todos es cultural y regional, con rasgos muy particulares en lo que fue la Capitanía General del Reino y posteriormente Guatemala. Una vez consolidada la conquista y avanzado el proceso de colonización por parte del imperio español, el segmento que constituiría después las capas medias, se esforzaban por parecer españoles o cuando menos adaptar sus costumbres a las propias. En todo caso, la tarea ineludible era distanciarse de la condición de indio o ladino, por las graves consecuencias que esto traía. El trabajo forzado, la carencia de derechos y los maltratos que iban desde la violencia física a la patrimonial, sexual y psicológica, eran un flagelo al que todos querían huir.
Contrario a lo que pudiera pensarse, en sus inicios, para este segmento del que hablamos, era más importante distanciarse del ladino que del indio; no solo por ser más fácil sino porque aquellos por lo menos tenían tierras comunales y una identidad cultural y tradición histórica acentuada. Incluso con las Leyes Nuevas dictadas en 1542[2], la Corona apostó a conservar la principal riqueza de estas tierras: su mano de obra gratuita. El ladino en cambio, era esa masa indeterminada donde cabían mestizos, indios castellanizados e incluso negros y zambos.
En el afán de quedar bien con los españoles peninsulares y sus descendientes criollos, se fue generando una cultura de subalternidad que busca en el quedar bien, su pasaporte por tener una mejor posición, o cuando menos, mejores tratos y algunos beneficios. De hecho, sectores indígenas castellanizados fueron adoptando costumbres españolas y a sus hijos les ponían los nombres de los dueños de las haciendas y luego de las fincas.[3] Pronto las actitudes “ladinas” fueron adoptadas por algunos indígenas y las muestras de subalternidad y reverencia se fueron acentuando. Inclinar la cabeza ante el que se consideraba superior no solo por riqueza sino por “raza”[4], cambiarse del lado del camino o de las calles en su caso cuando el “superior” iba a pasar, bajar la voz, hablarle al otro en tono de minusvalía, “educar” a los hijos desde esa subalternidad de la que tanto se habla.
Ya en la independencia y conforme pasaron algunas décadas, las muestras de “inferioridad” en el tratamiento e intercambio (no la interrelación que tiene otro sentido) fueron adquiriendo formas de adulación y sometimiento disfrazados. Es así como nacen los tratos: Mi Lic., Mi Inge, Mi General, MI Coronel, Mi Jefe, MI patrón y otros. Pero a diferencia del sentido estrictamente gramatical que presupone pertenencia en el uso del pronombre “Mi”, la realidad era otra, pues lo que manifestaba era sumisión.
Otra variedad de sumisión solapada es la costumbre enraizada de pedir perdón o disculpas por todo, hasta en los intercambios más básicos, como pedir la hora (Perdone que hora tiene), pedir prestado (Disculpá no tendrás diez “quezalitos” que te sobren”), hacer un favor (Perdoná te iba a pedir una “campaña”) o cualquier otra cosa. Incluso hay formas comunes que anticipan una disculpa cuando se pide algo, mediante el uso de verbos indirectos: “Yo quisiera pedirte algo, pero no sé si vas a querer…”; “Qué pensarías si yo te dijese…”. En todos estos casos está presente esa tendencia a no molestar a otra persona, aunque fuese de forma mínima. Se teme al enojo, la molestia, la incomodidad que mi actitud, petición o parlamento pudiese generar en la otra persona.
Otras formas que llegan a la exageración ceremonial, tienen que ver con pedir disculpas por una cena en la que nos esmeramos y sabemos que estuvo genial pero siempre pedimos perdón por “los frijolitos a la carrera” que servimos y las “fachas” en las que recibimos a nuestros comensales invitados (aunque se haya estrenado traje o vestido para la ocasión).
Las formas y expresiones siguen cambiando pero la esencia del querer quedar bien y “no molestar” permanecen en el imaginario del chapín[5], tanto en las relaciones familiares, sociales, culturales, empresariales y políticas.
[1] Valga acotar que desde mi enfoque, el ejemplo aplica para empresas pequeñas y medianas. Quizá algunas grandes.
[2] Aunque pasó mucho tiempo para que se respetaran. Pasaron muchas décadas de escarnio contra la población indígena pero los abusos poco a poco dejaron de ser tan brutales, pues la mortandad de la única riqueza de estas tierras: Su mano de obra, hacía inviable el enriquecimiento para la Corona y ya Bartolomé de las Casas había advertido del efecto negativo que tendría en los propios “esclavistas” peninsulares, pues estas tierras carecían de oro, plata y otros metales preciosos en cantidades que los hicieran fuente de riqueza, como sucedía en México y Perú.
[3] Esta es la razón por la cual el apellido Cortez (por citar un ehemplo) se puede encontrar en descendientes de españoles y criollos, así como entre mestizos e indígenas. Así mismo, encontramos nombres que a la vez son apellidos: Alonso, Fabián, Pedro, Alfonso, Agustín, Román, Gonzalo-Gonzalez; Hernando-Hernández .
[4] Hasta finales del siglo pasado todavía fue común el uso de raza en lugar de lo correcto que es etnia.
[5] Habitante de la Antigua Guatemala y de la Nueva Guatemala de la Asunción, no cualquier guatemalteco como erróneamente se cree.