José Alfredo Calderón
Casi todos los estudios hablan de que la democracia en América Latina ha fracasado. De hecho, según las últimas mediciones, solo el 8% cree en ella como la mejor forma de gobierno, mientras el 71% indica no estar satisfecho con ella[1]. Para el caso guatemalteco solo el 18% cree en la Democracia. En la evaluación sobre las instituciones, el Congreso y los partidos políticos son –por mucho– los más cuestionados y con menos credibilidad.
Ahora bien, desde 1985, los niveles de participación han sido altos, sobre todo en 2011 y 2015 cuando se registran los índices mayores. Es decir, en Guate, la gente pareciera decir: No creo en la democracia, pero igual voto; no creo en el Congreso, pero igual elijo diputados. No creo en los partidos políticos, pero igual escojo siempre uno (aunque vote cruzado). Total, domina en el imaginario inducido, el hecho de que no votar o anular el voto, es un acto de traición a la patria y a la “democracia”. Así de contradictoria y patética nuestra sociedad.
No es casual que los países que se separan de la media en América Latina son Costa Rica, Uruguay y Chile, precisamente donde el índice de institucionalidad y educación (además de instrucción) es bastante alto. No es difícil imaginar qué sucede en Guatemala.
Pareciera un chiste, pero cuando uno pregunta la opinión sobre el sistema electoral y sobre los políticos, sapos y culebras se mezclan en las respuestas. Pero a la pregunta si asistirán a votar, la inmensa mayoría asiente con certeza. Pero tras esta contradicción –que podría llamar incluso a la risa si no fuera por lo trágico– se esconde un engaño perverso. La población en general, no entiende el papel fundante y manipulador de las élites económicas sobre la situación política y, por ello, recurre a la trillada frase: “Todo es culpa de la clase política”, la cual, ni es la culpable fundamental ni tampoco es “clase”. La corrupción, en consecuencia, es ajena a las élites y producto de la falta de principios de “esos políticos”, los cuales deben depurarse periódicamente para sanear el sistema.
Para quienes observamos con detenimiento y método la realidad política, social, cultural y económica del país, la cuestión es muy clara y simple. Veamos las premisas:
- Desde la Colonia, pasando por la Reforma Liberal y sus dictaduras cafetaleras, las élites se van desligando poco a poco del ejercicio directo de la política, pues caen en la cuenta que la naturaleza fundamental de los empresarios es hacer dinero, dedicarse a sus negocios y monitorear la sostenibilidad de un sistema político que garantice la reproducción de su dominación. Por eso crean y financian lo que hoy conocemos como “clase política”, es decir, un grupo de personas que puedan dedicarse a la política a tiempo completo y que asuman como propios, los intereses de quienes los financian, pero de tal forma, que no lo parezca.[2]
- El diseño político electoral es financiado por las élites, utilizando los llamados tanques de pensamiento de la sociedad para las propuestas, las cuales, son presentadas a los políticos como una contribución “desinteresada” del sector “académico”.
- La “clase política” analiza, discute y revisa las propuestas que hacen suyas, mediante una apropiación plagada de excentricidades, aunque la claridad de quien financia y decide, NUNCA se pierde de vista.
- La nomenclatura de los partidos políticos, traslada vía Congreso, una propuesta para que sea aprobada. Ya sea como una iniciativa “nueva” o como reformas a normativas ya existentes.
- Luego vienen los procesos electorales, los cuales (por supuesto) son financiados por las élites económicas, pues resultan muy caros. Además, los políticos han desarrollado una habilidad especial para no gastar su propio dinero, para lo cual recurren a sus financistas históricos.[3]
- En el proceso, las élites ganadoras (porque también hay perdedoras), designan a sus operadores en los puestos principales, dejando a la “clase política”, el puro sencillo. Mientras los financistas aseguran los mecanismos que garantizan su enriquecimiento y poder, los políticos se conforman con colocar a parientes, amigos, operadores menores y parejas sentimentales.
De 1954 a 1985, el sistema electoral era muy burdo y basado en una larga dictadura militar disfrazada de democracia. En 1984, con las elecciones para Asamblea Nacional Constituyente y en 1985 con las presidenciales, el sistema electoral adquiere un nuevo diseño pero que –estructuralmente– no había cambiado la base del sistema[4]. La secuencia era: financiamiento electoral ilícito, campañas mediáticas para hacer creíbles los mecanismos y resultados; y lo más importante: Darle sostenibilidad a la idea que cualquier fracaso o cuestión negativa del sistema, era achacable a la “clase política” y, en ningún momento, a las élites que la crearon, ya que ellos se dedican a “Creer, invertir y desarrollar Guatemala”.
La precariedad de la democracia guatemalteca es evidente pero todavía alcanzará para 2023 y quizá 2027. Seguro ya se trabaja en nuevas reformas a la tan parchada Ley Electoral y de Partidos Políticos. ¡La ilusión democrática no puede perderse!
José Alfredo Calderón E.
Historiador y observador social
[1] Informe 2018 www.latinbarómetro.org
[2] En el camino, tanto los militares como esa “clase política”, entendió que podía manipular, cuando no extorsionar, y el control total se les fue de las manos a las élites, aunque en lo básico, siguen estando a cargo.
[3] Aunque la actual campaña fue mucho más barata por las reformas electorales de 2016, hay muchos gastos no contemplados en el proceso electoral propiamente dicho. Ejemplo: las campañas mediáticas para influir en los imaginarios sociales, que es en lo que más se gasta. Se diseña un perfil ideal de “ciudadanía” y esta se impulsa por medio de los aparatos ideológicos del Estado: La educación pública, los medios de comunicación, las redes sociales, las iglesias, etc.
[4] El gatopardismo sigue siendo una de las herramientas de manipulación predilectas de las élites y SU “clase política”. Que todo cambie para que nada cambie.