José Alfredo Calderón E. Historiador y analista político
El 4 de febrero de 1976 tuvo impactos múltiples; en lo geográfico y lo geopolítico; en lo humano, social y político; lo vivencial tuvo también sus implicaciones tanto a nivel individual, grupal, comunitario, regional y nacional. Pero hay un eje transversal de análisis: Todos los guatemaltecos sufrieron el cataclismo natural -con muy distintas intensidades– a partir de su ubicación en la escala social y económica que cada uno tenía, lo cual se entrelaza con la pertenencia a un determinado grupo étnico, socio-económico y/o o elitario.
El contexto en el que el terremoto sorprende a toda la población, estaba marcado por la dictadura militar que, desde 1954, gobernaba al país[1]. Bajo distintas modalidades, la continuidad militar nunca se interrumpió durante 1954-1986. En la culminación del gobierno del general Carlos Manuel Arana Osorio (1970-1974), tiene lugar un escandaloso fraude electoral el domingo 3 de marzo de 1974. El Frente Nacional de Oposición –FNO– había ganado las elecciones pero el Movimiento de Liberación Nacional –MLN– no estaba dispuesto a entregar el poder y se había encargado de impulsar una guerra psicológica (además de la guerra interna) en la que satanizaba como comunista al general José Efraín Ríos Montt, candidato presidencial del FNO, cuya naturaleza anticomunista –ah ironía– nos demostró ampliamente en el gobierno de facto de 1982-1983 y el gobierno (tras bambalinas) de 2,000 a 2004. El FNO lo formaban la Democracia Cristina Guatemalteca –DCG– , El Frente Unido de la Revolución Democrática –FURD– (Manuel Colom Argueta) y el Partido Revolucionario Auténtico –PRA– (Ala socialdemócrata del Partido Revolucionario que lideraba Albero Fuetes Mohr).
El presidente impuesto, general Kjell Eugenio Laugerud García, estaba consciente del fraude y por eso, en un principio, estuvo dispuesto a reconocer la derrota[2] La crueldad de los gobiernos militares hizo que la aparente flexibilidad de Laugerud fuera vista con cierta simpatía, siendo así que la efervescencia sociopolítica del primer semestre de 1974, paulatinamente fue bajando.[3] A pesar de lo anterior, esta aparente “apertura” era más bien, producto de una táctica para bajarle revoluciones al movimiento social y a la población en general, por el descomunal y evidente fraude. Este espacio ciudadano, surgido más por necesidad del sistema que por voluntad política, permitió que gran parte de estudiantes, sindicalistas e intelectuales se integraran y le dieron mayor solidez al movimiento de masas, el cual, ya tenía alguna relación con el movimiento armado, fuera esta de simpatía, colaboración o franca militancia.
En este contexto, en la madrugada del 4 de febrero de 1976, un terremoto devastador causó pánico y el dolor provocado por la destrucción física de la infraestructura de vivienda, los más de 23 mil muertos y los 77 mil heridos de gravedad. Al impacto inicial, se agregaron las consecuencias posteriores, algunas de implicación inmediata como la pérdida de familiares, vecinos y amigos; la carencia resultante de vivienda y enseres personales; así como el pánico ante cada réplica telúrica. Otras implicaciones menos inmediatas se relacionaron con la pérdida de estatus o empobrecimiento mayor; con los efectos de la recomposición geográfica resultante de la destrucción o incluso desaparición completa de aldeas, parajes, estancias y caseríos; la desviación o la modificación del caudal de ríos; la desintegración de familias, la migración del campo a la ciudad y otros muchos efectos, entre los que destaca, la creciente concientización acerca de la desigualdad y la pobreza, provocada por un Estado excluyente y racista.
Desde la vivencia personal, lo que para muchos de nosotros había sido un inédito “temblorón”, resultó siendo una tragedia nacional de la que quizá no hubiéramos tenido tanta conciencia, a no ser por los reportajes devastadores de los medios nacionales e internacionales y aspectos específicos (en nuestro caso) como las tareas de voluntariado del colegio para ayudar a descombrar en las comunidades más afectadas. En mi caso, el recorrido matutino por los barrios más pobres de la zona 5, horas después del terremoto, me impactó emocional y psicológicamente.[4]
El terremoto tuvo muchos efectos, pero la intención de esta columna es resaltar uno de ellos: el acercamiento que muchos tuvimos con la desigualdad, la miseria y, sobre todo, la existencia de un mundo indígena que sólo conocíamos bajo la forma tergiversada del racismo y la discriminación endémica del “mundo mestizo”. Fue la época en que muchos estudiantes de colegios de élite nos incorporamos a voluntariados y proyectos en el interior de la República. Un buen número de ellos, terminó incorporándose al movimiento guerrillero o al movimiento de masas conectado con él. El fenómeno telúrico develó una realidad que no conocíamos o que, conociéndola, no nos atrevíamos a aceptar o simplemente, no podíamos dimensionar. Años después, el conflicto armado se agudizó y adquirió características de guerra interna en varios focos como El Quiché y otros lugares del Altiplano. No extraña ahora, que una buena parte de comandantes guerrilleros fueran mestizos de clase media, egresados de colegios privados de élite.[5]
Al igual que la culebra de la justicia que solo muerde a los descalzos, el terremoto se ensañó con los que menos tienen y más sufren.
[1] Sé que algunas personas dirán que el gobierno civil de Julio César Méndez Montenegro interrumpió ese continuum militar de 1954 a 1986, pero ya he hablado ampliamente sobre el carácter castrense de ese gobierno y del famoso Concordato entre militares y civiles del Partido Revolucionario que condicionó ese carácter. Ver mis artículos del 18 y 25 de mayo 2017.
[2] Al respecto hay una anécdota que lo ilustra, en la que Mario Sandoval Alarcón, pistola en mano, “convence” a “Shell” de asumir la investidura presidencial (testimonio inédito de un amigo presente durante el suceso).
[3] A esto contribuyó la huida de Ríos Montt a España como agregado militar, un puente de plata para alivianar la crisis.
[4] Después supe por boca de mi padre, que dicho recorrido lo hizo conmigo, para que adquiriera plena conciencia de lo ocurrido. Días después me enteré que muchos compañeros del Liceo Guatemala, habían asistido al colegio como de costumbre para recibir clases, pues la hecatombe solo había sido un susto para muchos de ellos.
[5] Liceo Guatemala, Liceo Javier, Colegio Americano, Monte María, Belga y otros, que incluyen al Adolfo Hall.