Perdón por la expresión, pero los acontecimientos y el mes patrio me llevan a recapacitar sobre lo vivido en Guatemala durante 200 años. Mucho dolor, pero queda la esperanza.
Gonzalo Marroquín Godoy
Cuando ella tenía una columna semanal, mi hija Alejandra escribió un comentario-análisis bajo el título Paisito de mierda, en el cual destacaba las maravillas de Guatemala, pero mostraba como los guatemaltecos –especialmente los gobernantes– lo hemos convertido en eso. Se armó un revuelo en las redes sociales por el titular, pero los que lo leían a fondo, comprendían que tenía razón.
Guatemala es rica en su gente, es rica en su naturaleza, es rica en su herencia ancestral y cultural, pero es pobre en su clase política, como pobre es por la falta de conciencia de muchos. Es triste reconocerlo, pero la hemos convertido en mierda, ya sea por acción u omisión, aunque la responsabilidad principal recae en los gobernantes.
Se habla mucho del bicentenario de la independencia y se quieren lanzar cohetes y luces, pero la verdad es que debiera ser un momento de reflexión social, porque la independencia no nos trajo del todo la tan ansiada –¡y necesaria!– libertad. En vez de eso, podemos ver que, 200 años después, tenemos un país con muchos rezagos sociales, una sociedad confrontada y un gobierno incapaz que nos abruma por la corrupción y con impunidad total.
A lo largo de dos siglos, podemos ver una línea que con variables y momentos de altibajos, se ha mantenido constante, con sectores marginados, políticos fallidos y una sociedad que muchas veces peca por exagerada tolerancia.
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El común denominador es que ha existido un fracaso-abuso del sector político y las élites dominantes, con un casi nulo afán por resolver los graves problemas que aquejan a las grandes mayorías, casi siempre discriminadas e ignoradas.
Tuvimos que soportar una anexión a México cuando todavía estaba integrada la Federación Centroamericana –del 5 de enero de 1822 al 19 de marzo de 1823–, luego vinieron las guerras centroamericanas –1827 a 1829– y la creación de la República por Rafael Carrera y Turcios en 1847.
Desde aquel entonces –174 años–, se han sucedido 51 presidentes o jefes de Estado, a pesar de que algunos de ellos han sido dictadores durante largo tiempo. Carrera gobernó 14 años, Justo Rufino Barrios (12), Manuel Lisandro Barrillas (7), Manuel Estrada Cabrera (22) y Jorge Ubico (13). Han pasado conservadores, liberales, militares, revolucionarios, y más recientemente de izquierda moderada, populistas y de derecha.
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La historia juzga a cada uno de ellos, pero en la conclusión global, tenemos que reconocer que, salvo honrosas excepciones, han fallado los gobernantes. También hemos fallado los ciudadanos, porque no hemos sabido escoger cuándo lo hemos podido hacer.
Tantos gobernantes para lo mismo: olvido del pueblo, discriminación, explotación, y pobreza. El resultado es desnutrición infantil crónica, falta de oportunidades, mala educación, escasa atención de salud y poca infraestructura. Por eso no extraña la constante migración hacia el norte, por eso se escucha ahora la voz de los grupos indígenas y populares exigiendo un cambio en el sistema político.
Claro, no se les ha tomado en cuenta durante 200 años, pero tampoco a otros sectores poblacionales. La clase política dominante ha olvidado por dos siglos el por qué de su propia existencia. La razón de ser de la política es trabajar por el bien común. La democracia debe ser el sistema político trabajando para las mayorías, respetando a las minorías.
Del autoritarismo de dictadores y militares y hemos pasado al abuso, corrupción e impunidad de los nuevos gobernantes. Se erradicaron las dictaduras, pero ahora tenemos un sistema político fallido. Se está destruyendo la poca institucionalidad que había… y todavía hablan de celebración.
Es el mes del bicentenario. Guatemala merece algo mucho mejor que celebraciones sin sentido ni espíritu auténticos. Merece que, al menos, reflexionemos. Guatemala no es un país de mierda. Han sido los políticos los que lo han llevado a eso, pero recordemos: la esperanza es lo último que se pierde.