La memoria más viva que tengo de mi primer visita a Viena es ese espacio mágico delimitado por las calles Singerstrasse y Brandstätte: Stephanplatz. Salir directamente de la estación de metro —cuyos interiores están delicadamente detallados en grises y rotulados únicamente en rojo— a ese gran espacio abierto, es como resurgir a un mundo fantástico. Inmediatamente, uno tendrá que decidir si desea parar a comer en Konditorei Aida, tomar un café en Weinwurm o comprar alguna maravilla de mazapán, chocolate o crema de avellana en Confiserei Heindl.
Heindl, en particular, lleva un lugar importante en mi memoria porque fue ahí donde probé por primera vez los Mozart Kugeln y fue ahí, donde mi cabeza, de once años, despertó a un mundo mejor: a una realidad de carácter y calidad tan presente en los productos de Viena. Creo que fue ahí, parado bajo el sol de aquel junio milagroso, que desperté al deseo de descubrir el producto del máximo esfuerzo humano y desechar el resto.
Caminar por la plaza de San Esteban es absolutamente maravilloso porque es el mejor ejemplo de lo que es una ciudad diseñada para el ciudadano. Viena no está diseñada ni para el automóvil como Dallas, México o la ciudad de Guatemala, ni está diseñada para el consumidor como Orlando o Las Vegas.
En ciudades como en la que vivimos queda claro que la instrucción para sus ciudadanos es esta: Maneja hasta donde califiques. Así mismo, Toma el automóvil y maneja por la calzada Roosevelt, la carretera a El Salvador, la Aguilar Batres o la carreta al Atlántico y no pares hasta encontrar el condominio que se ajuste a tu poder adquisitivo. Después de cuarenta años de perseguir esa premisa, tenemos la peor experiencia habitacional en la historia de esta ciudad y el caos se ha ampliado a las ciudades periféricas.
Dudo mucho que lleguemos a un final feliz ensanchando la ciudad cada vez más, y dudo mucho que podamos aguantar mucho tiempo más con un cúmulo de ciudadelas blandiendo egos y desarticulando unos los esfuerzos aislados de otros.
La primera de toda esta argamasa de tragedias es la pérdida del espacio público. Eso era al fin el principal atractivo de la tacita de plata y no su limpieza, como creen los frívolos. La capacidad de caminar por sus avenidas y entrar a comercios, cafés, restaurantes y teatros así como su inventario de parques es lo que hizo a esta ciudad un lugar digno y romántico alguna vez. Pero todo eso está perdido.
Ah, que razón tenían las palabras de James Howard Kunstler. Violentamos los espacios públicos, y eso se llevó nuestra vida pública y, a su vez, eso se llevó nuestra dignidad ciudadana. Pregunto con seriedad lo siguiente: ¿Quién dice ya con emoción que es ciudadano de esta ciudad? ¿Cuándo fue la última vez que usted escuchó a alguien expresarse con orgullo de esta ciudad? Creo que en mi caso pudo haber sido a mi bisabuelo Julio o quizá a alguna de sus hijas.
Es una pena que acá se considere el centro comercial como un espacio público aceptable. El centro comercial fastidia y no es un espacio público. Las avenidas pobladas de edificios con espacios comerciales que se abren directamente de la calle al público, las vías urbanas angostas con anchas aceras y los parques son espacios públicos.
Creo que uno de los mayores aciertos del alcalde Bloomberg fue nombrar a Amanda Burden como directora del departamento de planeación de la ciudad de Nueva York. Su gestión es el mejor ejemplo de lo que se puede hacer en dos períodos electorales. A ella habrá que agradecer la revitalización de la parte baja de Manhattan, la existencia del maravilloso parque lineal Highline, el acceso a las orillas del East River en Brooklyn y, sobre todo, la recodificación de la ciudad y el subsecuente rediseño del acceso a transporte público.
Dejemos de permitir que se nos trate como consumidores, demandemos que se nos trate como ciudadanos y construyamos una ciudad de verdad: una que maraville a sus habitantes y, de vez en cuando, provoque la imaginación de algún niño.