El espíritu de La Plaza está hundido. La pandemia, crisis socioeconómica, desinformación y frustración, tienen al pueblo adormecido.
Gonzalo Marroquín Godoy
El cúmulo de malestar y frustración ciudadana inició el junio de 1944 un movimiento popular que provocó primero la renuncia del dictador Jorge Ubico (1º. de julio), y luego la revolución que estalló el 20 de octubre, para poner fin al régimen que se pretendía prolongar. Fue derrocado el presidente Federico Ponce Vaides, para iniciar una nueva era política en el país.
Ese fue un movimiento popular destacado en la historia de Guatemala. En los años 70 e inicios de los 80, Guatemala vive bajo regímenes militares de mano dura. Hay brotes de descontento y revueltas populares en las calles, pero siempre las fuerzas de seguridad –ejército, policía y cuerpos paramilitares–, reprimen a la población y las aguas vuelven a su cauce.
Desde aquella gesta de 1944, tuvieron que pasar 71 años para que, en abril del 2015, la ciudadanía despertara y se diera otro movimiento popular con éxito en sus protestas, pacíficas pero fuertes y decididas, que contribuyen a la caída del gobierno del binomio Otto Pérez Molina-Roxana Baldetti, a causa de la exagerada corrupción e impunidad que se había alcanzado. A ese movimiento se le conoce como La Plaza.
Y sí, se cambia de gobierno, pero no de estilo. Las cosas siguen de mal en peor, al extremo que el siguiente presidente, Jimmy Morales, se da el lujo de poner un alto al esfuerzo encabezado por la CICIG, y concede un gran respiro a los corruptos, además de promover el debilitamiento de la justicia.
Los casos de corrupción llegan a extremos. Pero lo peor, se ve como algo normal, que el cómico-presidente cobre un sobresueldo de Q50 mil mensuales o que su amigo y ministro de comunicaciones, José Luis Benito, pueda llenar una caleta con Q123 millones en efectivo –¿cuánto más habrá logrado lavar antes?– y que la prensa destapara varios escándalos más.
No cambia para nada la llegada de Alejandro Giammattei y su nueva alianza oficialista. Se desborda el afán por controlar las cortes. Como una película de Disney, los piratas de la política gritan ¡al abordaje!, y toman posesión de la Corte de Constitucionalidad (CC), sin que la ciudadanía responda.
La corrupción es galopante… ¡y no pasa nada! El Congreso, descaradamente, lleva mas de un año negándose a elegir a una nueva corte Suprema de Justicia y magistrados de sala, pisoteando la Constitución y un mandato expreso de la Corte de Constitucionalidad (CC)… ¡y no pasa nada! Somos de los países más retrasados en la vacunación… ¡y tampoco pasa nada!
En conversaciones, hablamos sobre la falta de energía de la población para elevar su voz, para fiscalizar. Veo que en las redes sociales se sube de tono, pero la clase política también ha aprendido a utilizarlas y hace que se diluya cualquier protesta y, lo peor, introduce desinformación, que se traduce en una sociedad confundida y dividida.
La explicación que encuentro es que el covid-19 nos tiene agotados, las redes aturdidos, y el ambiente general que se vive en este momento, deprimidos. El país está a la deriva. Lo malo es que los que dirigen ese movimiento político de corrupción e impunidad, no están así. Están decididos a continuar, tienen la fuerza de las instituciones, tienen el poder en sus manos.
Ni siquiera los vecinos de Villa Nueva levantan su voz para oponerse a que su alcalde, Javier Gramajo, cobre Q100 mil mensuales, mientras hay gente que se muere de hambre en el país. ¿Qué nos pasa?