Después de la caravana y la golpeada que se dio a los hondureños, nos toca ahora una masacre de connacionales en México. Lo que debiera preocupar a los gobiernos, son las causas.
Gonzalo Marroquín Godoy
Pablo Diego es un joven que nació en una aldea retirada en Quiché. Es hijo de un lustrador que tuvo que migrar a la capital para sobrevivir, mientras mantiene una pequeña plantación de maíz que ayuda a su empobrecida economía doméstica. Como su padre, no tuvo oportunidad de educación.
Lo conocí cuando era patojo (él) y estaba aprendiendo la única profesión que su padre le podía enseñar. Pero no estaba a gusto con esa vida. Él y dos de sus hermanos decidieron que querían algo mejor para ellos y sus hijos. El único camino que encontraron fue el de migrar hacia el sueño americano. Conocían los riesgos y el costo económico que significaba organizar el viaje hacia Estados Unidos, atravesando el peligroso territorio mexicano.
Pablo Diego padre, por aquel entonces –finales del siglo pasado– un hombre de mediana edad, ni siquiera se le pasó por la mente irse a los yunites, pero si respaldó la idea y puso a disposición de los sueños juveniles de sus hijos un terreno para empeñarlo. No estoy seguro si el primero entre los hermanos que se puso la mochila al hombro fue Pablo Diego, pero la cuestión es que uno de ellos se adelantó y abrió la brecha para que los demás lo siguieran. Todos eran muy jóvenes. Ahora son hombres y viven allá –en la región de La florida– con sus familias. Sus hijos estudian y tienen mejor futuro.
Hoy leemos la espeluznante noticia de la masacre de 19 migrantes a manos de narcotraficantes, en Tamaulipas, México –a pocos kilómetros de la frontera con Estados Unidos–. Hay algunos –¿o todos?– guatemaltecos. Pero no son los primeros que sufren este tipo de violencia brutal. Hace diez años, en el mismo lugar, los narcos masacraron a 72 personas, entre ellos algunos connacionales.
El peligro de la pugna entre cárteles del narcotráfico no es cosa nueva. No lo era antes, ni sorprende ahora. Pablo Diego, como decenas y decenas de miles de buenos guatemaltecos que deciden inmigrar a Estados Unidos, sabía de ese peligro y de otros, como viajar en el tren La Bestia o escondidos en fondos falsos de camiones. Son muchas las causas por las que pueden morir, sufrir accidentes y extorsiones, sin olvidar que ya en Estados Unidos se les persigue y enfrentan otro tipo de adversidades.
Pero ellos se marchan porque aquí no hay oportunidad de mejorar, allá sí. Aquí la corrupción cierra los espacios. Aquí, la mayoría de funcionarios –diputados incluidos– llegan al cargo para hacerse ricos, no para servir. El Gobierno es un botín, en vez de ser motor de desarrollo.
La gente sigue huyendo del país –como de Honduras–. ¿Por qué?
La respuesta es clara: No encuentras oportunidades de trabajo y superación en su propio país. Prefieren correr todos esos riesgos a seguir viviendo sumidos en la pobreza.
A los migrantes, primero se les empuja a salir; se van por necesidad y por la incapacidad del Estado de darles oportunidades; allá salen adelante, allá producen dinero para ellos y sus familias aquí. Nuestra economía nacional, sin esas remesas –más de US$11 mil millones anuales– simplemente naufragaría.
Mientras haya pobreza extrema y falta de oportunidades, producto –en el fondo– de la corrupción… habrá migración hacia Estados Unidos.