El ambiente político de la Guatemala de hoy es muy diferente al que existía cuando se votó para retornar a la democracia en 1985. En vez de mejorar, hay un retroceso en estos 37 años».
Gonzalo Marroquín Godoy
Corría el año 1985. Aquella Guatemala estaba gobernada por el presidente de facto, el general Oscar Mejía Víctores. Se ofrecía una apertura política y, para garantizar la transparencia y garantizar respeto al voto popular en las urnas, se creó un Tribunal Supremo Electoral (TSE), integrado por magistrados de trayectoria y con honorabilidad comprobada.
Para los lectores de Enfoque más jóvenes, en aquel entonces había una guerra interna en el país, con al menos cuatro organizaciones guerrilleras operando en el territorio nacional y un ejército que, si bien ganaba en el campo de batalla, no lograba terminar con la insurrección armada. Se vivía una confrontación ideológica fuerte y las violaciones de derechos humanos abrumaban.
Se celebraban elecciones cada cuatro años, pero al menos en las tres últimas, había denuncias de fraude. La democracia y las libertades ciudadanas brillaban por su ausencia.
Lo importante es que Mejía Víctores logró lo que su antecesor, el también general Efraín Ríos Montt, ni siquiera intentó: crear un ambiente de esperanza en la democracia.
Por no haberlo vivido y solamente leer de ello, no puedo compararlo que la fiesta que se vivió con las elecciones de 1944 tras la caída del ubiquismo, pero sí puedo decir que, esta vez, había una especie de euforia nacional. La sensación era que estábamos por iniciar una nueva y positiva era.
Nombres como los distinguidos abogados Arturo Herbruger, Gonzalo Menéndez de la Riva, Manuel Ruano Mejía, René Búcaro Salaverría, Mario Roberto Guerra, Gabriel Medrano, y Félix Castillo Milla, cimentaron las bases para que el TSE ganara toda la confianza de los guatemaltecos. Lamentablemente, poco a poco –como sucedió con todo el sistema político del país– fue perdiendo brillo la institución, pero su eficiencia permaneció durante un largo tiempo por aquella herencia recibida.
El país apenas tenía 7.6 millones de habitantes y el padrón electoral incluía a 2.7 millones habilitados para votar. El entusiasmo fue grande y se reflejó en las urnas: un 70% de empadronados acudió a votar.
Había solo 8 candidatos, pero suficientes para tener buenas opciones para escoger: Vinicio Cerezo (DC), Jorge Carpio (UCN), Jorge Serrano (PDCN), Mario Sandoval Alarcón (MLN), Mario David García (CAN), Mario Solórzano (PSD), Alejandro Maldonado Aguirre (PNR) y Leonel Sisniega Otero (PUA).
Había candidatos desde un socialismo democrático, hasta una derecha radical. Había para todos los gustos y los aspirantes presidenciales eran conocidos a nivel nacional y sus compañeros de fórmula también lo eran.
Los aires de democracia daban la sensación de una auténtica fiesta electoral, todo indicaba que tendríamos alegres elecciones. En las tertulias no faltaba el tema político-electoral, y la coincidencia de optimismo era evidente. Retrospectivamente, había mucho del típico engaño político, pero acompañado de, al menos, buenas intenciones.
Casi cuatro décadas después, ¿qué encontramos? ¡Un auténtico desastre! Hago lo posible por recordar cuándo fue la última vez que encontré a alguien que espera con optimismo el proceso electoral, y no lo recuerdo. Se ha perdido la fe, se ha matado la esperanza y, en vez de ello, se ha sembrado la incertidumbre y el conformismo. Apenas aspiramos a elegir al menos peor entre un tanate de mediocres, cuando no, simplemente pensamos en no acudir a las urnas.
Ahora tenemos un TSE con magistrados de dudosa reputación. el de menor credibilidad en la historia. ¿Estarán dispuesto a dejar un legado para ellos y sus descendientes? ¡Ojalá!, porque lo que han hecho en el pasado no les llevaría jamás a un cargo de tanta responsabilidad. Incluso hay magistrados que han falsificado documentos para alcanzar el puesto que detentan. Si hicieron eso para llegar, ¿no estarán dispuestos a cualquier cosa con tal de sacarle raja al chance?
Los partidos políticos perdieron el poco espíritu democrático que tenían en aquel lejano fin del siglo XX. En ninguna de las más de 30 organizaciones políticas existentes existe el menor indicio de democracia interna para elegir a sus líderes. El que paga obtiene plaza –para diputado o corporación municipal–; los partidos son vulgares y mediocres vehículos electoreros que utilizan el mejor postor.
Sin fe ni esperanza en el sistema y el proceso iniciado, lo que resta es esperar un despertar de todos los que participan dentro de la infraestructura electoral. Del TSE, ojalá que los magistrados entiendan que lo que ponen en tela de duda es su prestigio profesional, pero también familiar. Quisiera creer que, al menos por vergüenza con hijos o nietos, cumplan con la función que la Constitución les manda.
No creo que nadie piense que celebraremos alegres elecciones, pero ojalá que sirvan para castigar a la vieja política, esa marcada por la corrupción e incapacidad y que sirvan para que abramos los ojos y busquemos al menos peor, pero con fuerte rechazo para quienes han sido o son parte de esa nefasta alianza oficialista que tanto daño le hace al país.
El rechazo a la reelección de diputados y, sobre todo, alcaldes municipales, debiera ser una forma de manifestar nuestro desencanto con el sistema político dominante.
No creo que tengamos un cambio radical a la vista, pero al menos debiéramos caminar hacia algo mejor. La Guatemala de hoy demanda mejoras sociales, políticas y demás, pero eso solo se logrará con el tiempo y el liderazgo atinado. Debe haber un rompimiento con el sistema dominante, con la alianza oficialista, que representa el deterioro político de casi cuatro décadas.