Gonzalo Marroquín Godoy
Admirar es considerar con estima y agrado especiales a alguien que llama la atención por cualidades juzgadas como extraordinarias. Esto dice el diccionario de la RAE de este verbo.
Era la Guatemala de 1984. Una época en la que expresarse libremente podía significar la muerte. Una época de oscurantismo en la que la vida valía poco. Asesinaban a diario a personas calificadas de comunistas o de oligarcas explotadores. El país vivía una guerra interna producto de la absurda confrontación ideológica, azuzada por la llamada Guerra Fría, que se expandía por todos los continentes, producto de las políticas dictadas desde Washington y Moscú, unos proclamando el mundo libre, y los otros impulsando una lucha de clases por la igualdad social.
El gobierno era de corte militar, producto de dos golpes de Estado, y el presidente era el general Oscar Mejía Víctores. Si bien había una promesa de apertura política y de retornar pronto a la democracia, persistía la represión, sin posibilidad de acudir a los tribunales en busca de justicia; los militares mostraban cero tolerancia para todos los que se atrevieran a levantar su voz opositora en protesta por cualquier acto cometido contra los derechos humanos.
La prensa, triste es reconocerlo –y lo he dicho públicamente en varios foros o debates–, incurría en una autocensura que facilitaba las violaciones a esos derechos ciudadanos que son los pilares en cualquier democracia. Cualquier cosa que se dijera contra los militares era exponer la vida.
Es en ese marco de circunstancias y en ese mundo de oscurantismo ideológico, que conozco a la joven y pequeña –de tamaño solamente–, Nineth Montenegro. La historia es muy larga para contarla en el espacio de este ENFOQUE, pero desde aquel momento me impresionó por su valor, determinación y fortaleza. Otras cualidades suyas las fui conociendo con el paso de los años.
Ella simplemente quería saber lo que le habían hecho a su esposo, Fernando García, secuestrado semanas antes por las fuerzas de seguridad. La historia ha confirmado que lo secuestraron y luego asesinaron. Acudía a mí por ser miembro de la recién creada Comisión por la Paz, que supuestamente buscaría, entre otras cosas, el respeto a los derechos humanos. Yo formé un tiempo parte de esa comisión en mi calidad de presidente de la Asociación de Periodistas de Guatemala (APG). Quién la creó fue el propio Mejía Víctores, aunque renuncié al comprobar que no había voluntad de averiguar lo que estaba sucediendo en el país como parte de aquel conflicto armado interno.
No fue mucho lo que pude hacer por Nineth, pero iniciamos así una relación de respeto amistad y admiración de mi parte, que ha durado hasta la fecha y seguramente seguirá en el futuro.
Pero desde entonces vi como se transformaba aquella frágil joven –madre de una hija– en una mujer de coraje, a tal grado que, mientras muchos opositores callaban o salían al exilio para salvar sus vidas, ella optó por permanecer aquí y librar una batalla frontal contra los militares, a los que desafiaba sin importar el riesgo.
Pasaron los años y la incansable activista comprendió que debía pasar de la denuncia a la acción y decidió dar el paso de ingresar a la política. Entonces muestra que no se trata solamente de una mujer valiente, luchadora y firme. No, en su vida política saca a relucir otros valores que la ponen en un pedestal más alto.
Como dirigente política fue diferente en muchos aspectos, pero sobre todo, se mostró siempre como una servidora pública honesta, interesada en el bien común, a favor de resolver los problemas sociales del país, como alguien interesada más en construir que destruir.
Por mi trabajo como periodista vi como evolucionaba, como adquiría cada vez mayor compromiso con el país, con la sociedad. No es perfecta, pero de verdad fue una servidora pública ejemplar. Mientras veía pasar a políticos oportunistas, comprobaba que ella continuaba con su ardua labor de manera honesta. No se como pudo soportar tanto tiempo en esa cloaca que se llama Congreso.
Mientras diputados mediocres llegaban al Organismo Legislativo y en cuatro años cambiaban drásticamente su estatus de vida, ella se mantuvo igual, viviendo de acuerdo al nivel que le permitía su salario como diputada. Nunca se aprovechó personalmente de la política, no se enriqueció ni vendió su voto, no transó con los poderes fácticos ni los grupos criminales y corruptos.
Por eso se hizo de enemigos, pero también demostró que se puede ser limpio en medio de la porquería. El jueves me entristeció –por ella, pero también por Guatemala–, la noticia ya esperada de la cancelación de Encuentro por Guatemala, el partido que Nineth impulsó con su esfuerzo. No se puede hacer nada cuando la sociedad se confunde tanto como la nuestra, en donde se aplaude al ladrón –por ser pilas, dicen algunos– y se tolera la corrupción –al menos dejó algo, dicen otros–.
Nineth ha dejado un legado enorme. Logró la aprobación de leyes importantes, fiscalizó el gasto público, levantó su voz de denuncia todo el tiempo y muchas cosas más. Aplaudo su trayectoria de sacrificio, honestidad y entrega. La vamos a extrañar… ¡y mucho!