Gonzalo Marroquín Godoy
No es fácil entender la política exterior de Estados Unidos, pero ahora, es claro que Washington se vuelve a colocar en contra de la corrupción y la impunidad.
Guatemala se encuentra en lo que podría llamarse zona de influencia de Estados Unidos, la nación más poderosa del mundo. Eso puede resultar positivo cuando el coloso del norte está a favor de las cosas que son para bien de los guatemaltecos, pero resultan negativas cuando vuelve la espalda a los intereses nuestros y únicamente vela por los propios.
La historia tiene muchos capítulos que muestran el grado de influencia que ha tenido el Departamento de Estado en la política criolla. Ningún gobierno ha podido ignorar los mensajes que transmiten los embajadores acreditados en nuestro país, algunos de ellos considerados procónsules, enviados por la potencia para girar instrucciones –casi órdenes– a nuestros gobernantes.
Es pública la intervención estadounidense para derrocar al gobierno del presidente Jacobo Árbenz –confirmado por documentos desclasificados del Departamento de Estado y detallado en el libro, La fruta amarga, de Stephen Schlesinger y Stephen Kinzer–, como también se comentaba abiertamente en los años 80, el necesario beneplácito de Washington a los golpes de Estado contra los generales Romeo Lucas (1982) y Efraín Ríos Montt (1983).
Eso para mencionar casos sonados del siglo pasado. Pero más recientemente, se vio el firme y público apoyo de Estados Unidos a la lucha contra la corrupción y la impunidad, iniciada en 2015 por la CICIG y el MP. El entonces embajador, Todd Robinson, se convirtió abiertamente en aliado de esa causa, hasta que, como el viento hace cambiar la dirección de las veletas, Washington le dio la espalda y permitió que se derrumbara la llamada primavera chapina.
Normalmente el Departamento de Estado mantiene políticas coherentes. Sin embargo, bajo la administración de Donald Trump, eso ha sido diferente. Los intereses del mandatario se imponen cuando él así lo desea. Guatemala –Jimmy Morales–, fue el primer país en seguir a Estados Unidos en el traslado de la embajada en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, motivo suficiente para que el poderoso presidente le diera la cabeza de la CICIG al mandatario guatemalteco, que ya entonces sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar a la justicia por corrupción.
Luego vino el período descolorido del embajador Luis Arriaga, recientemente sustituido por William W. Popp, con quien llegó el cambio: Estados Unidos está de vuelta para situarse a favor de la lucha contra la corrupción y la impunidad.
El primer mensaje fue para Consuelo Porras, la fiscal general, empeñada en socavar al fiscal contra la impunidad, Juan Francisco Sandoval. El Departamento de Estado le dijo sin arrugas: Persiga a los corruptos, no a sus fiscales; el segundo ha sido para el Congreso y la CSJ, al prohibirlesla entrada a Estados Unidos al diputado Felipe Alejos y a la exdiputada Delia Back, ambos bajo el manto de la impunidad –principalmente promovido por la CSJ– y señalados por actos de corrupción.
El embajador Popp ya ha trasladado el mensaje a las esferas del poder político, incluido el presidente Giammattei. El viento volvió a cambiar de rumbo. No son bien vistos el Congreso y la sumisa CSJ, ni el doble mensaje de la fiscal general. No se acepta la corrupción ni se tolera la impunidad.
El que tenga oídos, que oiga…