Gonzalo Marroquín Godoy
Guatemaltecos en el exterior salen en apoyo a sus familiares en medio de la pandemia y marcan récord en envío de dinero para paliar la crisis.
Armando tenía 17 años cuando pronunció aquella frase que su padre aún no olvida: me voy a los yunaits, porque aquí no hay trabajo y mi primo dice que allá ganaré buen dinero. No hubo llantos, pues eran ya varios los familiares, amigos y conocidos que, antes que Armando, tomaron el camino hacia el norte para encontrar en Estados Unidos la oportunidad que aquí se les negaba.
Eso sucedió hace unos 8 años. Armando principió como albañil en la fría ciudad de Providence, Rhode Island, pero luego se mudó a una zona más caliente en Miami, en donde se convirtió en mesero, ayudante de cocina y finalmente cocinero; ahora tiene su propio negocio de comida. Sus ingresos mejoraron y el año pasado logró que su familia terminara la construcción del segundo piso de su vivienda y su hermana pudo dejar Cabricán para ir a vivir y estudiar a Xela en el Centro Universitario de Occidente (Cunoc), en donde espera graduarse de abogada. Armando ni siquiera pudo soñar con un título universitario, pero se ha convertido en dinámico emprendedor.
Como sucedió a la mayoría de migrantes con la llegada de la pandemia, Armando sufrió en sus ingresos al principio, pero luego se fue recuperando. Nunca ha dejado de enviar remesas a su familia, aunque para ello tuviera que recurrir en determinado momento a sus ahorros.
El Banco Mundial, la Cepal y otros organismos internacionales, advirtieron en abril pasado, que las remesas en todo el mundo caerían entre un 16 y 20%. Eso parecía que sucedería en el caso de Guatemala, pues se vio un descenso en los meses de marzo, abril y mayo, pero ya para junio la situación cambió y el flujo por remesas familiares mostró un sólido incremento.
En julio y agosto sucedió algo inesperado –aún para los expertos–. Ambos meses registraron un récord en remesas, superando los US1 mil millones cada mes, una cifra que no se había alcanzado antes. Es decir, que en esos meses llegaron a hogares guatemaltecos, principalmente en el interior, mas DIECISÉIS MIL MILLONES DE QUETZALES, que vinieron a aliviar en gran medida una crisis socioeconómica que se veía venir.
El Gobierno anunció en abril que repartiría por tres meses el famoso bono familia, que no empezó a llegar a los beneficiarios sino hasta dos o tres meses después. Apenas ahora, se anuncia que ha iniciado la entrega del segundo abono y se sabe que los fondos no alcanzan para que el tercero llegue completo. En total, durante estos cinco, seis o siete meses, se distribuirán SEIS MIL MILLONES DE QUETZALES.
¿Qué nos dice esto? Que si se hubiera producido la temida caída de remesas, más la lentitud en la entrega de la ayuda social, estaríamos al borde de una explosión social. En vez de ello, el Gobierno puede respirar tranquilo, porque los migrantes han hecho mejor su tarea y han desactivado esa peligrosa bomba.
No está demás recordar que las organizaciones de migrantes en Estados Unidos reclaman constantemente que el Gobierno les apoye más, sobre todo ahora que Mr. Trump se ha ensañado con los hispanos como parte de su campaña electoral. El presidente estadounidense ha estigmatizado a los migrantes como si fueran delincuentes y aprovechados. Todo lo contrario, lo que se puede ver es que son gente trabajadora, creativa y, sobre todo, que no se rajan ante la adversidad.
No hay ningún sector de la economía que pueda competir con la fuerza financiera de los migrantes. Se puede anticipar que, de continuar al ritmo actual las remesas, este año se sobrepasará por primera vez la marca de los US$11 mil millones, un ingreso en divisas que, además de activar la economía, mantiene la estabilidad cambiaria, que beneficia a ciertos sectores productivos.
No cabe la menor duda que los migrantes guatemaltecos merecen no solo nuestro respeto –de Gobierno y sociedad–, sino que también debiesen recibir todo el respaldo necesario. Sin esos miles de millones de dólares que envían, el país podría estar en medio de una crisis más grande que la que ya vivimos –en el orden sanitario, social y político–. Todo pasa por reconocer lo importantes que han sido y son en muchos sentidos.