“Persigamos la maldita y asquerosa corrupción”. Una frase que suena encantadora en un país en donde el sistema político está embarrado hasta la coronilla por este mal.
Gonzalo Marroquín Godoy
¿Quién no aplaudiría cuando escucha a un presidente decir esta frase en su discurso de toma de posesión? El 14 de enero de 2020 Alejandro Giammattei la dijo en un tono fuerte, en tono decidido. Lamentablemente, era más una frase o promesa de campaña –cuando todos los candidatos ofrecen el oro y el moro–, que el anuncio de una guerra necesaria para cambiar el país.
El viento se llevó aquella frase. A la fecha, las cosas no solo no han mejorado, sino que hemos visto un esfuerzo decidido del sector político –encabezado por el propio mandatario–, para promover impunidad, mientras se apaña la corrupción en la administración pública.
No es ciencia, pero es algo que hay que tener en cuenta: a mayor democracia, menor corrupción. Funcionan los pesos y contrapesos.
Qué vergüenza dar leer la denuncia del vicepresidente Guillermo Castillo, quien por medio de un tuit criticó a la ministra de Educación, Claudia Patricia Ruiz Casasola, por lograr que en diferentes dependencias del Gobierno contrataran a su esposo, hijos y sobrinos, en una clara demostración de nepotismo. Su justificación fue que todos tienen capacidades para desempeñar puestos públicos.
Ese es un ejemplo claro y muy común en esta administración, aunque de poca monta en comparación con las constantes denuncias que salen a luz pública de contratos onerosos, compras y contrataciones que apestan y un montón de cosas que el sistema político fomenta, ante la mirada pasiva de aquel que fuera un fogoso candidato que prometía un país diferente en campaña, porque –casi a gritos decía– no quiero ser recordado como un hijo de puta más.
Pero si se permiten esos pequeños, pero significativos abusos de nepotismo, ¿qué se puede esperar de los grandes negocios? Si no es fiel en lo poco, menos se es fiel en lo mucho.
Alguien puede pensar que esa visión tan dramática de la terrible corrupción que nos afecta la exageramos los periodistas. No es así. El próximo lunes, se conocerá un informe de la Evaluación Anticorrupción en Latinoamérica 2020. Este se hizo tomando a ocho países para medir: México, Guatemala, Panamá, Colombia, Perú, Brasil, Argentina y Chile.
¿Cuál es el resultado de esta evaluación? ¡Patético!… Pero muy real. Guatemala, este bello pero sufrido país, ES EL PEOR de la región. Sí, en una calificación en donde 10 es la nota más alta y cero la más baja, Chile, primer lugar, tiene 7.86 puntos y Guatemala 3.89, por detrás de todos los mencionados.
El estudio en cuestión lo llevó a cabo un ente totalmente neutral, el Vance Center for international Justice, que es parte del Consejo de Abogados por los Derechos Civiles y Económicos del New York City Bar.
En otras mediciones, como las de Transparencia Internacional, Guatemala aparece siempre entre los tres o cuatro peor calificados en materia de corrupción y falta de transparencia.
Las palabras se las lleva el viento. Las acciones quedan, dan una muestra y sirven de ejemplo. Si no se vetan las reformas a la Ley de Contrataciones –que facilitan los negocios sucios–, si se quiere controlar la justicia y se borra la independencia de poderes, si la Contraloría no controla a nadie, si la Comisión Presidencial Contra la Corrupción es una fachada insolente de cara a la sociedad, pues no cabe duda que, con esas frases de campaña, se desnuda la intención de nuestros políticos y funcionarios.
Lo triste es que tanta corrupción ya ni indignación provoca en la ciudadanía. El problema es que corrupción atrae corrupción. Si no se le pone un alto –como sucede–, este cáncer que nos mata seguirá desbocado.