Gonzalo Marroquín Godoy
Los estados de excepción existen en la legislación de casi todos los países. Son, en la práctica, una forma de dar herramientas ágiles a los gobiernos, con el fin de que puedan enfrentar situaciones graves imprevistas, como pueden ser una guerra (invasiones al territorio nacional), desastres naturales, conmociones internas significativas y otro tipo de situaciones graves que afecten al país o a la población.
La legislación guatemalteca contempla desde 1879 este tipo estados excepcionales y, en cada constitución desde entonces, se ha contemplado de diferentes maneras, pero siempre ha existido la norma.
El presidente Jimmy Morales se complica con su “estado
de calamidad pública” por falta de transparencia e ineficiencia
Durante los gobiernos militares fue práctica común decretarlos –principalmente el estado de sitio, que restringe muchas garantías individuales–, como una fórmula para mantener control sobre la ciudadanía. En este período democrático, se ha utilizado en varias ocasiones, pero pretendiendo en el fondo aprovecharse de las facultades que se conceden para hacer compras y contrataciones sin cumplir con todos los requisitos que manda la ley en la materia.
Por supuesto que puede ser una herramienta muy importante, pero lamentablemente cuando no se utiliza de la mejor manera, lo que sucede es que se pierde una posibilidad a futuro, como es el caso que hoy nos ocupa a los guatemaltecos: el famoso y rechazado –por el Congreso– estado de calamidad pública del presidente Jimmy Morales para reparar algunas carreteras del país, luego de 18 meses de haber asumido el cargo sin atender una situación que ya era evidente desde finales del gobierno de aquellos que no resultaron tan patriotas como proclamaban.
Si algo se hubiera hecho el año pasado, y antes del invierno de este 2017 se hubiera continuado con los trabajos, la calamidad pública no hubiera alcanzado esos niveles.
Nada se hizono se hizo por atender la crisis existente, pasando un invierno y medio para que finalmente el gobernante y su ministro de Comunicaciones, Aldo García, despertaran a una realidad que el resto de la población ya sufría.
Por supuesto que hay una gran culpa de las autoridades anteriores, pero no tiene justificación que se dejaran pasar 18 meses para querer actuar y, ¡ahora si!, decretar un estado de calamidad pública y esperar que todo el mundo, diputados incluidos, les aplaudieran y se les aprobara.
Si a eso se suma que el Gobierno no ha mostrado más allá de palabras que está comprometido con la transparencia, es fácil entender que no se ha ganado la confianza del pueblo para darle un cheque en blanco.
El decreto pudo haberse redactado de tal manera que se mostrara una indudable intención de ser transparentes. El ministro ha explicado que era para comprar maquinaria, pero no dice por qué razón no se pensó en esto hace doce, diez u ocho meses, cuando ya se veía venir la crisis y ahora el trabajo se estaría realizando.
El presidente Morales ha mostrado una inclinación –como la tuvieron antes los militares– a trabajar con estados de excepción. Se impuso en San Marcos –no se han rendido cuentas hasta la fecha–, y se intentó vanamente en al menos dos ocasiones anteriores. En ambas el Congreso se lo rechazó igualmente.
No basta con decir que se es honesto. Hay que demostrarlo y, con la sensibilidad que existe ahora por la lucha contra la corrupción –que ha creado conciencia ciudadana en ese sentido–, las exigencias son mayores. Además, y eso también ha faltado, se necesita mostrar eficiencia, porque de lo contrario, solo veremos repetirse la historia de corrupción e incapacidad.