Gonzalo Marroquín Godoy
Estados Unidos vive momentos complicados; los radicalismos crean un círculo vicioso de confrontación y violencia, todo en medio de la pandemia.
El video que muestra a un agente blanco de la policía de Minneapolis cuando pone su rodilla en la garganta de George Floyd, e impide intencionalmente que pueda respirar –lo que provoca su muerte–, ha desencadenado una cadena de protestas en Estados Unidos, por considerar que, además de brutalidad policiaca, hubo una actitud de racismo por parte de los agentes que participaron en la controversial acción.
Las manifestaciones de indignación, en las que participan blancos y negros, han caído también en actos de violencia y vandalismo, situación que el presidente estadounidense, Donald Trump ha aprovechado para acusar a grupos de izquierda, de ser los responsables, sin reconocer, ni por una vez, que los agentes de la policía de Minneapolis actuaron brutalmente y de una manera racista, violando los derechos fundamentales del ciudadano Floyd.
Este hecho reúne todas las características para que en Estados Unidos se esté viviendo una tormenta perfecta. Veamos: hay un hecho de brutalidad policíaca; se actúa con lujo de violencia contra un negro, evidentemente por su raza; desde la llegada de Trump a la Casa Blanca se ha fomentado el racismo; el país se encuentra también dividido ideológicamente por los discursos del propio presidente, que intenta etiquetar a los demócratas como partido de izquierda; en este momento hay efectos económicos y sicológicos en la sociedad por causa del encierro por la pandemia; y las voces conciliatorias son más débiles que las extremistas.
Ahora que las encuestas están en contra de Trump –la última le coloca 10 puntos porcentuales por debajo del demócrata Joe Biden–, esta situación favorece indirectamente al presidente, quien, en vez de intentar apaciguar la situación, lleva agua a su molino provocando que sus radicales seguidores cierren filas ante la amenaza de los grupos más liberales y las minorías raciales, como son los grupos afroamericanos e hispanos, mayormente inclinados por una corriente más progresista y menos radicales.
Una respuesta enérgica de Trump le mostrará como el líder duro que él trata de ser, y mientras los desórdenes continúen, muchos estadounidenses, ubicados en el centro de las ideologías extremistas –que son la mayoría–, retirarán su apoyo a estas manifestaciones, por más que estén en contra de racismo promovido desde la Casa Blanca.
Lo malo para Estados Unidos es que terminará el año electoral con los niveles más elevados de polarización. La pandemia no solo dejará cerca 125.000 muertos en ese país –si no más… –, sino que además la situación económica será caótica, al extremo de poder arrastrar al mundo a una gran recesión y cargar con el peso de un desempleo en los peores niveles de las últimas décadas.
De tal cuenta que no hay que ver el caso Floyd como un hecho aislado, pasajero o de poca monta. Para nada. Es algo muy serio que tiene que ver con los derechos humanos, el racismo estadounidense, la frustración de la sociedad ante una situación tan precaria como la actual y, por supuesto, el año electoral que se está viviendo allá de manera atípica, pero que transcurre como trasfondo de la pandemia.
Lo malo es que el mundo vive situaciones similares. Aquí en Guatemala, por ejemplo, el expresidente Jimmy Morales logró llevar el país a una polarización. Engañó a muchos haciendo ver que la CICIG y el MP de ese entonces actuaban de manera ideológica –de izquierda–. Desde entonces se refleja una confrontación en las redes sociales, al extremo que cualquiera que se manifieste a favor de la lucha contra la corrupción y la impunidad, se le etiqueta de izquierdista.
Venezuela ha vivido una división ideológica similar. Todo el que se oponía a Chávez –y luego a Maduro– es un derechista. El resultado es un país partido en pedazos. Las etiquetas ideológicas que se ponen hoy en día, no hacen más que fomentar la confrontación y mostrar la intolerancia al pensamiento distinto.