Gonzalo Marroquín Godoy
Claudia Patricia Gómez era la mayor de tres hermanos de una familia indígena de escasos recursos que vive en una aldea de San Juan Ostuncalco, Quetzaltenango. Con gran esfuerzo y sacrificio pudo graduarse en 2016 como perito contador, pero a los pocos meses su padre, que para mejorar sus ingresos había viajado indocumentado hacia Estados Unidos, fue deportado de aquel país y se agravó la situación económica familiar.
La joven quería trabajar, pero no encontró ninguna oportunidad, por lo que decidió repetir los pasos de su padre y buscar en Estados Unidos lo que aquí se le negaba. Ella sabía que cientos de miles de guatemaltecos han viajado al Norte y han encontrado una forma de ganar algo de dinero y desde allá, ayudar a su familia.
En Guatemala, la falta de oportunidades; en Estados Unidos, la intolerancia de la era Trump y represión xenofóbica.
Es frustrante ver a los gobernantes hablando de sus “grandes logros”, de lo importante que es “someterse a la justicia” –cosa que además no hacen, como es el caso de Jimmy Morales–, dedicar sus mayores esfuerzos a mantener polarizada a la sociedad y pelear mañana, tarde y noche contra la CICIG, mientras en el interior del país no se hace nada para mejorar las condiciones de las grandes mayorías.
Para ser honestos, ningún gobierno antes ha tenido una política pública integral para mejorar las oportunidades para los guatemaltecos y combatir integralmente la pobreza, mejorar la educación y la salud, así como promover la inversión y el desarrollo para que haya fuentes de trabajo.
Esa realidad cruda se hace evidente ahora con el caso del asesinato –porque eso fue, no una “muerte” casual– de Claudia Patricia. Ella es un ejemplo de lo que deben vivir cientos de miles de connacionales jóvenes que, sin oportunidades aquí, vuelven sus ojos hacia Estados Unidos. No es que quiera viajar y conocer. Viajan en condiciones inhumanas y se sacrifican para tener ellos y sus familias condiciones más humanas.
Yo tengo nietos un poco mayores y otros menores que Claudia Patricia, y entiendo el dolor que deben estar sintiendo los padres y demás familiares por la pérdida irreparable.
Desgarradora realidad la que se vive en Guatemala. Claudia Patricia vivió lo peor de Guatemala: el abandono, la frustrante falta de oportunidades, la pobreza extrema y la indiferencia.
Pero no le bastó vivir lo peor de este mundo, pues al rebelarse y buscar una nueva oportunidad, se marchó sin pensar que le tocaría vivir lo peor de otro, el mundo “trumponiano” –esta palabra es mía– que vive ahora Estados Unidos, un país que de ser abierto, tolerante, respetuoso de la ley y orgulloso de su multiculturalidad, ha pasado a ser cerrado, intolerante y xenofóbico.
El coraje y determinación de Claudia Patricia se pueden se comprobar con el esfuerzo que tuvo que hacer para recorrer más de 2.400 kilómetros hasta llegar a Laredo, Texas, en donde encontró la muerte por el disparo certero de un agente de la Patrulla Fronteriza, cuando intentaban detener a un pequeño grupo de guatemaltecos indocumentados –hay tres detenidos–, y sin respetar la vida humana, actuaron fuerza desmedida.
Por supuesto que los estadounidenses –la mayoría– no son así, pero la política migratoria del presidente Donald Trump ha impuesto estas actitudes en sus diferentes niveles como gobierno Federal.
Es así como Claudia Patricia logra llegar al país “de las oportunidades”, como se le conocía antes. Llega con su mochila llena de esperanzas y termina asesinada en una calle durante sus primeras horas en Estados Unidos, producto de lo que en cualquier sociedad sería repudidado por la brutalidad con que actuaron aquellos agentes y, particularmente, el que fue responsable de aquel disparo mortal.
Esta joven guatemalteca vivió lo peor de aquí y lo peor de allá.
Si bien es cierto que la cancillería ha solicitado una investigación de los hechos, también es cierto que ha faltado firmeza en el reclamo. No hemos escuchado tampoco alguna declaración del presidente Jimmy Morales sobre el tema.
El hecho de que Claudia Patricia haya ingresado sin documentos a Estados Unidos no facultaba a ningún guardia fronterizo para asesinarla. No existe ningún indicio en su vida que permita suponer que era una joven que representaba un peligro para su atacante.
Lo peor de nuestro mundo –el chapín– seguirá impulsando a muchísimos jóvenes a correr este y otro tipo de riesgos, porque saben que aquí no hay oportunidades. Lo peor del mundo “trumponiano” hace que los riesgos aumenten. Estas son dos realidades que pintan un cuadro que bien podría titularse, “lo peor de dos mundos” para los inmigrantes.