En la terraza de su bar de tapas frente a la playa, Pilar Romanach nunca había servido sangrías con tanta ilusión: «esto es la señal de que vuelven los turistas extranjeros» a España una vez reabiertas este domingo las fronteras.
Sobre la arena dorada de Rosas, un pueblo costero catalán a 30 kilómetros de la frontera con Francia, los primeros bañistas se acomodan para estrenar el verano.
La playa es tan larga y espaciosa que no se instalará control de acceso, con decenas de metros entre toalla y toalla.
Sentados en la terraza del antiguo bar «Ribereta», los primeros extranjeros degustan lo que el gobierno llamó «la nueva normalidad» de España, el segundo destino turístico mundial después de Francia.
En el exterior no es obligatoria la mascarilla, si se mantienen 1,5 metros de distancia de seguridad. En el interior sí que deben llevarla.
El estado de alarma decretado a mediados de marzo acaba de levantarse en uno de los países más perjudicados por la pandemia, con más de 28.300 fallecidos.
Después de un estricto confinamiento de 14 semanas, el país empieza a respirar, aunque sea con mascarilla: los españoles pueden moverse por todo el territorio y los turistas europeos pueden venir de vacaciones.
A medianoche, España reabrió la frontera con Francia y los puertos y aeropuertos permiten entrar a ciudadanos europeos sin someterles a una cuarentena. Incluso los británicos, el mayor contingente de turistas extranjeros, son bienvenidos, aunque su país todavía imponga aislamientos a los foráneos.
«Aquí vivimos del turismo francés. A algunos, la pandemia no les ha dejado tiempo de poner en marcha sus negocios y muchos dicen que no van a abrir este verano», dice Pilar Romanach.
Con guantes azules y mascarilla negra, Pilar pide a sus clientes «mucha precaución, porque esto todavía no ha terminado».
«Ganas de España»
Procedente de Aviñón, a 300 km de Rosas, Sylvia Faust cruzó la frontera con su hija de 17 años el sábado, bastante antes de medianoche. «Nos controlaron y nos dejaron entrar. Hemos dormido en un apartamento turístico», explica esta gestora de 43 años.
«Teníamos ganas de estar en España por el sol, la playa, las tapas… Yo ya llevo el bañador debajo de la ropa», bromea.
En la cala de Canyelles, Marie-Hélène Laffont, una secretaria francesa jubilada que vive en Rosas todo el año, asegura que «nunca había visto tantos pececitos en las rocas».
Su confinamiento, explica, fue «afortunado y soleado».
El estado de alarma la sorprendió en Grecia con su marido español. No fue repatriada hasta mes y medio después, en un convoy especial junto a otros turistas con caravana, y las semanas restantes las pasó en Rosas.
«De los 36 apartamentos de nuestro edificio, solo cinco o seis estaban ocupados. La mayoría de franceses vendrán el próxima fin de semana», afirma.
Para los mismos españoles, este primer domingo sin estado de alarma es el momento de reencontrarse con la familia o de ir a esos lugares de vacaciones que habían tenido abandonados.
Neus Jové, trabajadora sanitaria en un hospital a 280 kilómetros, aprovechó que el jueves dio negativo en un test de coronavirus para volver a ver a sus padres.
«He podido abrazar a mis padres por primera vez desde el 12 de marzo», dice esta mujer de 43 años en el espigón de Rosas, desde donde controla a su hijo que juega en un pontón flotante en medio del Mediterráneo.