Mario Alberto Carrera
Cuando por fin accedemos al matrimonio —después de largos tentones y tentaditas preambulares— dicen y pregonan, quienes presumen aún de puritanos, que la unión ha sido bendecida y arropada por el amor de la Santa Madre Iglesia. Pero no es cierto, lo que hemos hecho es justamente matar el amor, si es que alguna vez lo hubo. Ya me dirán ustedes si amor se puede llamar a algo que se enmarca en un acta contractual.
Firmar un contrato para poder fornicar con autorización y beneplácito social, es un conyugicidio, ornado con el patético: hasta que la muerte los separe, que amén de tétrico es fatal.
El contrato matrimonial es un contrato político con todas las de ley en el que puede haber separación de bienes o de bienes en común. Eso depende de cuán generoso sea usted al amar —o cuán egoísta— y de si tiene hartos millones como para jugárselos a una sola carta. En el fondo, de lo que se está tratando y hablando es de poder, que, dentro de la pareja tradicional, quien lo detenta es el varón, aparentemente, y ya se sabe que el mundo es de apariencias y representaciones.
Y más en la antigüedad: la esposa no podía vender su propio patrimonio —el que le habían legado sus padres— sin la autorización del marido. Por eso es que la lucha feminista —de reciente data— no es otra cosa que una lucha de poderes, un enfrentamiento político en que muy poco tiene que ver el amor.
Con los datos anteriores a la mano, yo he llegado a creer que la palabra amor —que el signo amor, cuando la escribimos— es una voz sin referente, sin significante. Dicho de una manera menos complicada: he llegado a creer que el amor sólo existe en la imaginación de los poetas y en el deber que algunos padres sentimos por los hijos que hasta hoy no estoy seguro si es cultural o natural.
El amor es ¿el deseo de poseer a alguien como una parcelita que nos hubiera dado en sueños la reforma agraria? ¿Es la compulsión de mandar y ordenar a alguien y disponer de su vida para dirigírsela? O ¿es el sutil procedimiento para adueñarnos del dinero, los servicios, las comodidades de la dama o el caballero de nuestros sueños? Puede ser mucho más frecuente esto último, ya que la cultura permite a las mujeres cinismo y descaro al pretender los millones, incluso de un agonizante.
Por eso es que a veces creo, más frecuentemente de lo que yo querría hacerlo, que cuando firmamos un contrato matrimonial hemos asesinado el amor. No el sexo, desde luego. Porque —sin ambages— una parte se compromete a concebir, parir y criar ¡y la otra a proveer! Y sobre ello se funda algo aún más sagrado para el común de los morales que no cuestionan: la familia.
El origen de la familia, la propiedad y el Estado fue tema de un libro —hoy poco leído pero que sigue siendo una joya de la sociología— escritor por Engels cuando ya había fallecido Marx. El análisis que él hace de este último asunto: la familia, no tiene desperdicio y hay que volver a hacer una nueva lectura de él. Los invito. Pero sigamos con el tema central de esta columna:
Cada quien, desde sus compromisos contractuales, en el acta matrimonial religiosa o civil, intenta ejercer el poder sobre su oponente que llamamos pareja y que acaso, con el tiempo, se convierte en su enemigo. Pregúnteselo a su vecino. Quizá de allí el título de esta ahora ya vieja película: Durmiendo con el Enemigo.
Independientemente de la pareja en sí, la familia también incluye —en este juego político— a los hijos. Ellos, primeramente se someten al poder cuando son niños. Al poder de los dos déspotas o verdugos como nos llama a los padres el gran dramaturgo Armando Arrabal. Pero durante la adolescencia las hormonas —que también son políticas— ponen en sus venas las emociones de Caín y los que ayer fueron niños terminan independizándose. A veces tras cruentos golpes de Estado, a veces sólo tras escaramuzas guerrilleras. Pero siempre dolorosas, aunque casi siempre disimuladas. Aburrido es decir que la familia es la célula fundamental de la sociedad —hoy muy modificada—, pero como entendía Lenin el término célula: para activar y organizar, inteligentemente, la lucha de clases.
Y siempre, en la base de todo, el dinero. Y cuando se asciende a las más altas cumbres de El Príncipe, el dinero, el poder y las armas conforman la divina Trinidad del más completo de los éxitos capitalistas y, más adelante, neoliberales.
Por el matrimonio se ingresa al poder familiar y, mediante los partidos políticos en Guatemala, se accede a la repartición del mismo de manera desbocada y corrupta. Partamos de donde partamos la pasión por el poder lo domina todo en el marco de una cultura cuyo único valor va siendo cada día más el dinero ¡a como dé lugar!
El hombre es un ser dirigido por el egoísmo, jamás por el altruismo. Esta es la clase de civilización que hemos creado. Pregona el hombre que valora y conoce el amor, pero ese es el fantasma más intangible que ha creado. La prueba de ello es el éxito sostenido del capitalismo y del neoliberalismo que sólo piensan en el hombre y la mujer en términos de mercado y de libre empresa.
Por ello es que el neoliberalismo no es un humanismo.