- Ser migrante indocumentado en EEUU ha pasado de ser un desafío de superación, a un desafío de sobrevivencia en el estilo de vida que logran con trabajo y sacrificio.
Cuando Álvaro y Mariela González (foto superior) subieron al avión que los llevaba de regreso a Colombia, después de 35 años de vivir en Estados Unidos, sintieron que dejaban más que su casa en Nueva Jersey: dejaban a sus hijos, su comunidad y la vida que habían construido con trabajo incansable.
Fueron deportados tras una revisión de su estatus migratorio, víctimas de un sistema que cada vez más empuja a los migrantes a la salida, ya sea con expulsiones forzadas o con un hostigamiento constante que los obliga a tomar la decisión de irse por sí mismos.
«Nos sentimos como criminales», dice Mariela desde Bogotá. «Nos sacaron como si nunca hubiéramos sido parte de este país». Sus hijos, ambos ciudadanos estadounidenses, quedaron solos en Nueva Jersey. La familia se partió en dos, como tantas otras.
La sombra de la autodeportación
La historia de los González es solo una entre miles. La administración estadounidense no solo está deportando a migrantes en procedimientos acelerados, sino que también ha perfeccionado una estrategia más sutil: hacer que se vayan por su cuenta. ¿Cómo? Con miedo.

En ciudades como Nueva York, Chicago y Miami, los migrantes viven bajo una presión asfixiante. Los agentes del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) patrullan vecindarios, visitan lugares de trabajo y tocan puertas de madrugada. Aunque no siempre llevan órdenes de arresto, su presencia es suficiente para sembrar el pánico. «Nos han dicho que no podemos vivir aquí, que mejor nos vayamos antes de que nos arresten», cuenta Pablo, un migrante guatemalteco que ha vivido más de 15 años en EE.UU. «No duermo tranquilo».
Las tácticas incluyen desde redadas en lugares con alta población migrante hasta la negación de licencias de conducir y beneficios básicos. Incluso, en algunos estados, se han reactivado leyes que penalizan a quienes den trabajo o alojen a indocumentados. La presión también viene de retórica incendiaria desde los niveles más altos del gobierno. «Deben hacer lo correcto e irse por su cuenta», repiten algunos políticos y medios alineados con la narrativa antiinmigrante.
El efecto dominó: familias rotas y vidas destrozadas
Mientras el gobierno empuja a los migrantes a la salida, las cifras de deportaciones han aumentado. Miles de personas con años en EE.UU. están siendo expulsadas sin importar sus lazos familiares o contribuciones al país.
El caso de los González es emblemático. Llegaron en 1989, construyeron su vida en Nueva Jersey y criaron a dos hijos que hoy son profesionales. Sin embargo, cuando ICE los detuvo en 2023, ya no hubo escapatoria. Su única opción era la deportación o la prisión.
«Nos hicieron sentir como si nunca hubiéramos sido bienvenidos», dice Álvaro. «Tantos años trabajando, pagando impuestos, y al final nos tratan como invasores».
En las comunidades migrantes, el miedo es palpable. Algunos evitan salir a la calle, otros cambian de domicilio constantemente para evitar ser rastreados. La incertidumbre es total. «Nos están empujando a irnos, a rendirnos», dice Rosa, una salvadoreña que lleva dos décadas en Houston.
Una política de desgaste
Estados Unidos ha perfeccionado una estrategia de desgaste psicológico y económico contra los migrantes. La persecución no siempre es directa, pero el mensaje es claro: aquí no son bienvenidos. La pregunta es, ¿hasta cuándo podrá sostenerse un sistema que basa su política migratoria en el miedo?
Mientras tanto, familias como la de los González enfrentan un destino incierto, con su vida partida entre dos países y la sensación de haber sido traicionados por el lugar que llamaron hogar.