El mar huele a pobreza

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Algo realmente grave tiene que estar pasando cuando todo el mundo se cruza de brazos y no hace nada por evitar el desastre. Me refiero a la tremenda contaminación que nuestros ríos llevan al mar. Lo que uno mira y de lo que se espanta es de la enorme cantidad de plásticos que las olas sacan a las playas. Pero los plásticos son solo un botón. Es lo que se mira. Los otros deshechos, y la otra basura que llevan los ríos, que no se ve, se va quedando depositada a lo largo de las cuencas de los ríos que antes eran cristalinos, y que ahora parecen ríos de aguas negras. Los ríos de la costa sur estaban llenos de peces y era fácil atrapar camarones de río. Todo esto ya no es posible. —Me dijo uno de mis amigos que venden mariscos sacados del mar.

Uno podría imaginar que la solución es que, desde cada casa, o fábrica, o mercado, cada quien separara su basura,  y que, si existiera un mecanismo público de manejo de la basura, el problema sería resuelto, pero no es así. Yo creo que, en gran medida, la basura que aparece regada en las playas es una especie de fotocopia del tipo de vida destructiva en el que vivimos en los últimos sesenta años. El problema, pues,  no se arregla separando y reciclando la basura, sino que habría que hacer un reciclaje mental que nos hiciera comprensible el enorme daño que le estamos haciendo al planeta, porque, como país, y como generación, no hemos logrado superar nuestro problema principal: salir de la pobreza.

Con estos pensamientos, muy temprano de una mañana de estos días de octubre, después de una tormenta nocturna, salí a caminar en  una de las playas cercanas al Puerto de San José. Las olas venían llenas de bolsas plásticas y de materiales más resistentes donde ahora se venden todo tipo de chucherías. Cada basura que el mar sacaba y que ponía en la arena, era, para mí, como si alguien hubiese roto en miles de pedazos una enorme foto de la terrible pobreza en la que viven las ciudades, las aldeas y los caseríos dispersos que usan a sus ríos como basureros. El mar huele también a pobre —me dije.

No dan ganas de tocar nada de lo que el mar saca. Pero hay ciertas cosas que uno no puede aguantarse. Por ejemplo, encontré una llanta encallada en la arena. Estaba tan rodada que tenía los alambres expuestos. Era peligroso sacarla. Pero cerca de la llanta había un cordel enredado de plástico. Lo agarré. Metí el cordel en la llanta, y la remolqué hasta dónde ya no pudiera regresar al mar. Esa fue la primera foto. Imaginé a un señor de edad, fletero, con su picopito viejo, tirando las llantas al río porque ya no podían ir más al pinchazo.  Encontré todo tipo de fotografías de nuestra miseria nacional. Pachas con los biberones partidos. Jeringas sin agujas. Tapones de todos los colores que ahora mostraban su cara inocente. Zapatos pequeños, con la suela rota, de niños anónimos que los usaron durante no se cuantos años, hasta el día que los tiraron al río. Esos zapatos de niños, o niñas, con las suelas rotas eran fotografías perfectas de la idas y venidas a las escuelas sin maestros, sin escritorios, sin pizarras, sin futuros…

Traté de borrar de mi mente estos pensamientos porque, en el fondo, me dolía el alma. De pronto llegó otra terrible fotografía de nuestra realidad.  Esta vez no fueron de los plásticos, sino de las palometas. Estas pequeñas aves marinas juegan con las olas para comer. Cuando la ola va para abajo, corren y logran picar y sacar con su pico a los pequeños moluscos que se apiñan como piedrecitas  en la arena. Cuando el mar regresa y sube, tienen que salir disparadas o volar para que no las cubra. La sorpresa fue que, en lugar de jugar con el mar, las palometas buscaban su comida esa mañana  en la basura que el mar había sacado en la última marea alta. Estamos matando a la vida —pensé. Esto no puede ser —me repetí ya molesto y recobré mi espíritu rebelde con el que estoy escribiendo este artículo.

Seguí caminando en la playa. A unos pocos  metros vi a una señora joven cuidando a su hijo pequeño que gateaba sobre una toalla que había puesto en la arena. Entonces pensé que esa era la esperanza, la verdadera solución a nuestros problemas: nuestros niños y niñas ya no serían insensibles a la  pobreza y a naturaleza como hemos sido nosotros. Tendrán otro chip. Me alegré mucho. Pero, cuando me alejé y volví a ver a la señora y a su pequeño hijo, volví a desmoronarme: los pañales del niño que gateaba eran de plástico también.

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