Cada día me convenzo más de que Guatemala es un inconmensurable sudario que, como el mismo tiempo, no ha tenido principio ni, acaso, tendrá fin. No en su historia americana de 500, años que contemplo, así, en mi condición de ladino, de mestizo… lo cual hace más difíciles los juicios de valor.
Después de tanta sangre ofrendada por los mártires y de tanta carnicería cobrada por los que toman el papel de verdugos en Guatemala, va siendo hora de plantearse nuevas revoluciones. Porque ya no funcionan los planteamientos de hace siete décadas y porque hechos pavorosos y sádicos —como los de Río Negro, en la Verapaz, sin sentencias genuinas— nos deben llevar a darnos cuenta de que ni siquiera aquello que creímos revolución —alguna vez en octubre— es capaz de prestarnos unos ojos de esperanza. ¡Necesitamos algo más transgresor de cara al martirio de Pocoxom, Los Encuentros y Agua Fría en Río Negro!
La revolución de octubre de 1944 va siendo vieja. Tiene ya 72 años y yo 71, también en este mes de vientos tormentosos. Va siendo vieja, pero todos los años volvemos sobre sus avatares. Y, en esos recuerdos, ponemos ¡soñadores también!, nuestro futuro, igual que quienes recordaban un 14 de julio de 1789, viendo en —en él— el final de la Historia. Hasta que llegó mayo de 1968, en las mismas calles de París, bajo los nombres —en carteles y grafitis— de Marx, Mao y Marcuse. Sobre este último hice mi tesis —de filosofía— en olor de una nueva revolución francesa, en 1971.
La revolución de octubre de 1944 —que tumbó a Ponce Vaides y elevó a los triunviros y finalmente produjo la ascensión de Arévalo— tiene más de 70 años. Es tan vieja como yo y necesita recambios y muerte. A veces —para que algo nazca o bien retoñe— es indispensable la desaparición de quienes le dieron origen. La semilla no germina hasta que la fruta no es más que un dulce recuerdo. La revolución de octubre ha cumplido su tiempo y debemos encontrar en su polvo una nueva palabra revolucionaria. Así es la dialéctica y así es la Historia.
Hago por ello memoria de la Revolución Francesa de 1789 y de la revolución francesa de mayo de 1968. En ésta última yo encontré —antes de cumplir 25 años— ilusiones transgresoras que aún me mueven. Marcuse aún vive en mí, con Eros y Civilización, fundada en el binomio genial de Marx y Freud. A la sombra de Nietzsche.
Hago por ello memoria, asimismo, de la revolución de octubre de 1944, pero para preguntarme si aún vive o solo vivimos de celebrar aquellas gestas gloriosas que nos hacen imaginar que podemos resucitar de y en sus anales. Y me duele porque mi padre fue firmante del Memorial de los 311, presentado al maldito tirano el 24 de junio de 1944. ¡Estoy tratando de descarnarme de mi propia carne!
Ya no podemos resucitar en la remembranza de octubre del 44. Tenemos que inventarnos una nueva historia ¡y una nueva historia de transgresiones patrióticas en 2016! Una historia que germine y florezca a partir ¡sobre todo! de hechos también desgarradores, pero no de las desgarraduras del tiburón Ubico, sino de las 200 mil muertes de la guerra civil guatemalteca —de 1962 a 1996— pero que, para mí, testigo con los ojos más pelados que los de Los Ojos de los enterrados, ¡todavía no restañan! Y ratifico históricamente este no restañar, cuando y porque leo en la Prensa Libre, casualmente de hoy 20 de octubre, algo que vuelve a remover todo mi dolor, mis rencores y mi odio, cultivados a la sombra del dolor ajeno, del dolor por el dolor de mi hermano en Guatemala.
La COPREDH del gobierno de turno, por orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, da a la estampa, hoy como digo, una recordación histórica que congela la sangre en las venas de los que realmente tenemos sangre: las masacres y genocidios perpetrados en Río Negro, en las Verapaces y el Quiché.
Siempre conservando en la memoria el espantoso total de 200 mil muertos, durante la guerra civil guatemalteca, leo los horrores que el Ejército perpetró —en Río Negro, Pocoxom, Los Encuentros y Agua Fría, en un área pequeña del Noroccidente de Guatemala— en unos cuantos cientos de indígenas nacidos para el martirio, sólo por ser indígenas y, por lo mismo, por no poderse defender frente a hienas y buitres cargados de hierro y de fuego y sin entrañas. Aplastando niños contra las paredes, violando mujeres hasta dejarlas al borde de la muerte, sacrificando a ancianos y menores en un holocausto que pone enano al mismo Hitler.
¡Debemos dejar atrás el 20 de octubre de 1944! Grandes hombres llevaron a cabo grandes hazañas hace más de 70 años. Entre ellos, mi padre y mi tío, Mario Carrera Wyld y Antonio Carrera Molina. Los años sesenta —inicio de una también antigua subversión guerrillera— están en plena caducidad. Tenemos que reinventarnos. O Inventamos o erramos decía Simón Rodríguez, el famoso maestro de Bolívar.
En el 2016, la historia con nuevas aspiraciones, nos exige un renacimiento y por ello el entierro, asimismo, de una oligarquía que ya no tiene ningún sentido porque no ha sabido actualizarse. Hasta ahora —por allí y entre ellos— dijo tímidamente alguien, que debería democratizarse la tierra. Creo que fue un Herrera, de los Herrera Luna, de los beneficiados por Barrios. Pero falta rendir cuentas por lo de Río Negro ¡y las 200 mil muertes de la guerra! No vaya a ser que cierto columnista de Prensa Libre —que sale los martes— continúe sosteniendo ¡impúdico!, que los niños asesinaban con fusiles más altos que ellos mismos.