El servicio de transporte urbano capitalino se ha caracterizado por prestar un deficiente servicio a cerca de 1.5 millones de usuarios diarios, pero en la última década se le ha sumado al mal servicio, la agobiante inseguridad en la mayoría de las rutas, tanto urbanas como extraurbanas, al extremo que se ha convertido en un calvario obligatorio que afecta a cientos de miles de familias.
Podría parecer que se trata de un problema exclusivo de los usuarios del transporte, pero en la práctica termina afectando a toda la sociedad, tomando en cuenta la forma de interrelación que existe entre familias y empresas. Casi nadie está exento de tener un familiar, amigo, empleado, o compañero de labores que requiere de este servicio para movilizarse a diario, con el fin de cumplir con sus obligaciones cotidianas.
A finales del siglo XX, las historias y quejas sobre el transporte urbano se centraban –principalmente– en la mala calidad del servicio, en el abuso de los transportistas al no utilizar los fondos del subsidio para mejorar las unidades, así como en los peligros que se corrían por la falta de servicio a las unidades y la falta de experiencia de los pilotos.
Todo eso no ha cambiado demasiado, aunque algo se mejoró con la entrada en línea del Transmetro y el Transurbano. Sin embargo, un nuevo fenómeno brotó, con los casos de extorsión, asesinato de pilotos, y las acciones de bandas delincuenciales –muchas veces de maras– que operan con total impunidad en el sistema de transporte.
En esta edición encontrará testimonios dramáticos y ejemplos de lo que un usuario del transporte urbano debe vivir a diario. Es una situación triste y lamentable. Se trata de que estas personas deben armarse de valor cada 24 horas para enfrentar a la muerte y luchar por su sobrevivencia. Se escribe fácil, pero es una tarea no solo titánica, sino que debe repetirse de manera constante y permanente.
La impunidad en la mayoría de casos ha provocado que la población tenga que acostumbrarse, no porque lo acepte, sino porque no tiene otra opción. Las fuerzas de seguridad han brillado por su ausencia. Los propietarios del transporte colectivo no han mostrado el interés necesario en garantizar la seguridad de aquellos que hacen que sus negocios sean prósperos y continúen en marcha, por más quejas que siempre tienen para demandar más subsidio.
¿Quién se preocupa de los usuarios? Es triste la respuesta: ¡nadie!
Hace algún tiempo, las más altas autoridades del país se subieron a un bus para supervisar personalmente los resultados de un supuesto plan de seguridad, en una ruta en la que –por supuesto– no sucedió nada. Sin embargo, a la misma hora, en una ruta diferente, un piloto fue asesinado. Eso refleja, en mínima parte, lo complejo de la situación.
Ese calvario diario hace que un amplio sector de la población, principalmente capitalina, tenga que vivir bajo un estrés gigantesco. Basta con imaginar la angustia y temor que tiene que vivir durante el día una familia de cinco personas, en donde los padres trabajan, uno de los hijos también, y los dos restantes van al instituto. Temor, incertidumbre y frustración son palabras que pueden quedarse cortas. Y eso se repite cada día.
La salud mental de los usuarios del transporte colectivo seguramente se ve afectada, así lo confirman sicólogos expertos. No es para menos. Al subirse a un bus, la persona no sabe si será testiga de un crimen, o víctima directa en un atraco en el que puede perder la vida o, en el mejor de los casos, alguna de sus pertenencias y documentos.
No hay campaña de prevención, no hay suficiente presencia policial, pero tampoco hay una estrategia para hacerle frente a uno de los problemas cotidianos de inseguridad más severos del país.
Ahora estamos preocupados por la corrupción, pero esta situación que nos afecta a todos –directa o indirectamente– merece atención inmediata. Por cierto, la inseguridad ha crecido también como resultado de la corrupción.