Un mes después de que Donald Trump anunciara que buscaría la candidatura a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Rebublicano, en julio de 2015, The Huffington Post publicó que los editores habían decidido no seguir sus pasos en la sección Política, sino en Entretenimiento. «Nuestra razón es simple: la campaña de Trump es un show secundario. No morderemos el anzuelo. A quien le interese qué tiene para decir The Donald, lo encontrará junto a nuestras notas sobre las Kardashian y The Bachelorette».
No fue un error de esa web de gran popularidad. Los politólogos más respetados de las universidades más prestigiosas recordaban por entonces que a las primarias siempre se presentaban figuras con particularidades, algunas excéntricas, pero que difícilmente superaban los comicios en Iowa o Carolina del Sur. En los últimos años la presión del Tea Party se había hecho fuerte, decían, pero a lo largo de las internas la normalidad vencería y al fin predominaría el republicanismo moderado.
A dos días de las elecciones, con Trump consolidado como candidato republicano luego de devorarse a contrincantes de toda laya —en un extremo, el incombustible senador Ted Cruz; en el otro, el hijo y hermano de dos presidentes, además de ex gobernador de la Florida, Jeb Bush— y de nuevo en lucha muy ajustada con la candidata demócrata Hillary Clinton —muchas encuestas los muestran con una intención de voto idéntica, del 46%— llega al final de una carrera que parecía imposible tal como la empezó: a su manera.
Trump logró la campaña electoral más controversial y atípica de los tiempos modernos. Dado que todo giró en torno a su personalidad y —en menor medida— sus propuestas políticas populistas y contradictorias, una nación que ya sufría divisiones muy fuertes se encontró camino a un referéndum, en lugar de a una de las votaciones ordinarias que se repiten cada cuatro años.
El fenómeno —»el movimiento», como lo ha llamado Trump: una tendencia social a cuya cabeza se nombró— no sólo hizo ya inocultable la crisis de los republicanos, sino que desorientó a los demócratas. Y hasta a su candidata, que se ha jactado de una extensa carrera comunitaria y política —que en efecto comenzó desde antes que su esposo, el ex presidente Bill Clinton, asumiera como gobernador de Arkansas, en 1979— pero nunca había visto algo así.
La mujer que aspira a ser la primera en ocupar la presidencia de los Estados Unidos se preparó para una campaña normal —al estilo de la de Barack Obama, que ella acompañó luego de perder las internas contra él, en 2008— y topó, en cambio, con un reality show del vale todo, con hackeo de origen desconocido (pero que ella presume centrado en Rusia, donde gobierna un ex KGB que ha intercambiado elogios con Trump), investigaciones del FBI por su uso ilegal de servidores privados para correos públicos mientras encabezó el Departamento de Estado, especulaciones sobre su salud, insultos a granel y hasta un revival de los momentos más críticos de su matrimonio.
Trump le mostró al mundo que millones de ciudadanos de su país se sienten defraudados por sus dirigentes políticos tradicionales y que la ira acumulada desde comienzos del milenio, pero sobre todo desde la crisis de 2008, no se disolverá con ejercicios de respiración. Esos ciudadanos —la clase media que perdió las pocas seguridades de su paraíso módico, los pobres que trabajan— creen que una entidad llamada «el sistema», que se encarna en Washington y Wall Street, ha abusado de ellos y ha beneficiado a los más ricos. Trump supo disimular que él es uno de esos beneficiados y se calzó el traje de superhéroe antisistema. Esos millones de personas sintieron que alguien les prestaba atención.
Escucharon, también, otras cosas: que los inmigrantes sin papeles les robaban sus empleos, que las factorías chinas —donde, no escucharon, se hacen las prendas y accesorios que comercializa Ivanka Trump, hija del candidato— se llevaron sus puestos de trabajo fuera del país y deprimieron los salarios de los pocos que quedaron.
*Con información de Infobae