Viajó a los Estados Unidos en busca de una vida mejor. Al poco de llegar, la asesinaron.
Por Laurie Levinger
con Ana Gómez Gómez y Vivian R. Torres
Claudia Patricia Gómez González viajó casi 2500 km hasta los Estados Unidos, con la esperanza de encontrar un trabajo y un futuro mejor. Poco después de llegar a Texas, un Agente de la Patrulla Fronteriza le disparó y la mató.
Marta Martínez, que filmó los momentos posteriores al disparo con su celular, salió corriendo de casa y vio a un agente voltear el cuerpo de una joven. La mujer, según Martínez, estaba bocabajo en el suelo, con la cara cubierta de polvo por un lado y de sangre por el otro.”
Leí este artículo de Nicole Chávez de CNN en mi casa, en Vermont. No conocía a Claudia Patricia, aunque había trabajado con muchas otras jóvenes Mayas como ella: brillantes, con la esperanza de conseguir una vida mejor para ellas y para sus familias. Valientes.
No conseguía sacarme esta imagen de la cabeza: “bocabajo en el suelo, con la cara cubierta de polvo por un lado y de sangre por el otro”. Era un horror vívido que me acompañaba durante el día y no me dejaba dormir por la noche. Esta joven había venido a EEUU solo para que un agente de la Patrulla Fronteriza la asesinara nada más al atravesar la frontera. La idea me obsesionaba. Esta no era como cualquier otra noticia que pudiera leer y olvidar. No podía parar de pensar en esta joven de 20 años y en su familia en Guatemala.
Durante buena parte de los últimos quince años, me había estado dedicando a recopilar testimonios de sobrevivientes mayas de la guerra civil de Guatemala, y había publicado dos libros sobre ella. Pero, como muchos estadounidenses, lo que yo sabía sobre la situación actual en la frontera se reducía a lo que veía televisado en las noticias. En realidad, no conocía las circunstancias que provocaban esta migración masiva. ¿Por qué había tantos guatemaltecos buscando asilo en los Estados Unidos? ¿Cómo viajaban? ¿En autobús? ¿En tren? ¿A pie? ¿Cómo sobrevivían a un viaje tan largo y peligroso a través del desierto?
Tras documentarme, supe que este viaje de 2500 kilómetros desde Guatemala a través de México hasta la frontera con Estados Unidos suponía afrontar la violencia o la muerte por deshidratación severa o agotamiento físico. Amnistía Internacional refiere que “por el camino, muchos de esos hombres, mujeres y niños sufren asaltos, robos, y raptos por bandas criminales. También hay casos de extorsiones y maltratos por parte de la policía y los agentes de inmigración”. Pero era la primera vez que escuchaba que los agentes de Patrulla Fronteriza mataban a alguien.
Tras una rápida ojeada al Manual de Política de Uso de la Fuerza, Directrices y Procedimientos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (CBP por sus siglas en inglés), encontré que decía: “El respeto por la vida humana y las comunidades a las que servimos guiará a todos los empleados en el ejercicio de nuestras obligaciones. Los Agentes Autorizados deberán emplear tácticas disuasorias y técnicas eficaces para controlar un incidente, minimizando el riesgo por lesiones o daños a las propiedades. El uso de exceso de fuerza por el personal de la CBP está estrictamente prohibido”3. Esto me hizo plantearme qué es lo que la CBP considera “exceso de fuerza” y por qué se usó contra una joven indefensa de 20 años.
La respuesta oficial de la CBP se publicó el mismo día de la muerte de Claudia. De acuerdo con las noticias de la CBS, “las declaraciones iniciales de la CBP el día 23 de mayo de 2018 sobre la muerte de Gómez González afirman que el agente usó su arma tras ser atacado por ‘múltiples sujetos que usaban objetos contundentes’”. La agencia llamaba “asaltante” a Gómez González.
Pero la agencia revisó sus declaraciones un día después para decir que Gómez González era ‘un miembro del grupo’ que se abalanzó sobre el agente e ignoró las órdenes de echarse al suelo. Las declaraciones decían que el agente disparó una descarga”4.
¿Por qué cambio la CBP sus declaraciones oficiales de un día para otro? ¿Qué le había ocurrido en realidad a Claudia Gómez González en la frontera entre México y Estados Unidos? ¿Cómo descubriría las respuestas a estas preguntas? No podría descansar hasta que averiguara más.
Contacté a algunos amigos y compañeros de Guatemala. Intenté comunicarme con alguien que pudiera presentarme a la familia de Claudia. Tenía la esperanza de poder visitar a la familia para entrevistarlos acerca de su hija, para ayudar a la gente a entender su vida y qué la motivó para emigrar a Estados Unidos.
Pero pasaron los meses, y no pude encontrar quien me los presentara. Estaba ya a punto de tirar la toalla cuando recibí un mensaje de Ana Gómez, una joven guatemalteca amiga mía, que decía: “Me gustaría hacer lo que me sea posible para ayudarte con tu proyecto”.
Ana es Maya Chuj, y habla con fluidez chuj, su lengua materna, español e inglés. Al igual que Claudia, Ana viste traje, el atuendo tradicional de las mujeres Mayas.
“Por favor, Ana, ¿puedes encontrar a la familia de Claudia?” Le escribí. “Los artículos que he leído dicen que viven cerca de Xela, en una aldea llamada Los Mendoza. Esa es la única dirección que tengo”.
“Por supuesto”, respondió Ana. “Tengo una amiga que vive en Xela. Puedo tomar el autobús hasta allí y pedirle que cuide a mi bebé mientras los busco”. Sus palabras derrochaban optimismo. “Encontraré a los familiares”.
Y los encontró. Llegó hasta una aldea, y al no hallarlos allí tomó un autobús hasta un pueblo cercano. Como allí tampoco encontró a la familia, caminó hasta otra localidad vecina, preguntando por ellos por el camino. Finalmente localizó la casa, pero la familia no estaba, así que se sentó a esperar.
Cuando los padres de Claudia llegaron, Ana se presentó y les habló de un proyecto en el que estaba trabajando con migrantes guatemaltecos. Después de tomar café y platicar por un rato, les preguntó si nos permitirían ir a visitarlos, para que nos hablasen sobre Claudia, sobre la clase de vida que tuvo mientras crecía en su aldea, dónde fue a la escuela y cómo tomó la decisión de emigrar a los Estados Unidos.
Dijeron que podíamos visitarlos. Gilberto, el padre de Claudia, le confirmó que podíamos incluso hacer fotografías, siempre y cuando ellos pudieran elegir qué fotografiábamos. Así que le pedí a Vivian, una fotógrafa guatemalteca, que viniera con nosotros. Dos semanas después, visitamos a la familia Gómez González en su casa.
Cuando Ana estaba a punto de marcharse, Gilberto añadió: “No queremos dinero. No se trata de dinero, se trata de justicia para Claudia”.
Antes de emprender el viaje a casa de la familia de Claudia, Ana, Vivian y yo compramos el pan Xelapan tradicional para mojar en el café, algunos regalos para las hermanas de Claudia, y, dado que no queríamos que se sintieran obligados a dar de comer a tres personas más, también llevamos pollo frito para almorzar.
Llegamos a la casa en el caserío Los Vicente, que así se llamaba el lugar donde vivían, y llamamos a la puerta de metal que daba al patio. Gilberto abrió y nos saludó estrechándonos las manos. Nos animó a seguirle y nos condujo a una sala escasamente amueblada donde había una mesa que parecía tener algún tipo de arreglo decorativo encima. Había una torre de sillas de plástico en una esquina, y él las colocó en semicírculo.
Se sentó bajo una enorme toalla de playa que representaba a un águila estadounidense con las garras extendidas, cerniéndose sobre él. El águila tapaba la poca luz que se filtraba hacia la sala. La escena resultaba irónica.
Me preocupaba que mi español no fuera lo bastante bueno para explicar adecuadamente quiénes éramos y por que estábamos allí. Por eso, antes de llegar, les pedí a Ana y Vivian que me ayudaran a traducir cuando me sintiera bloqueada.
Tras las presentaciones, comencé: “Gracias por permitirnos venir a su casa y darnos esta oportunidad de hablar con ustedes”.
Gilberto asintió. “Gracias a ustedes también por venir. Gracias”.
Continué: “Quiero contarles algo sobre mí. Soy escritora, vivo en Estados Unidos, y durante 15 años he estado viniendo a Guatemala a hablar con los sobrevivientes mayas del conflicto interno. He escrito dos libros con testimonios ofrecidos por los sobrevivientes y me gustaría darles una copia de uno de ellos. La razón por la que he venido hoy con mis compañeras es que leí un artículo sobre el asesinato de su hija el pasado mes de mayo en un periódico estadounidense. Nos gustaría saber más sobre Claudia como persona, no solo como alguien que murió trágicamente”.
Me tomé un respiro, mientras luchaba por encontrar las palabras. “Es muy difícil hablar de esto. No puedo ni imaginarme la pérdida que supone para su familia la muerte de Claudia. No tengo palabras para expresar lo horrorizada que me encuentro y lo mucho que lamento que un agente de los Estados Unidos asesinara a su hija”.
No encontraba las palabras. Sentía que eran torpes, débiles e insuficientes para expresar lo que quería decir. Aun así, me obligué a continuar. Quería que Gilberto supiera que yo también tengo hijos. “Yo también soy madre, y no puedo ni comenzar a imaginarme el dolor que todos, usted, su esposa, y sus hijas, deben de sentir por la muerte de Claudia. Quiero presentarles mis más sentidas condolencias”.
Gilberto miró al suelo, apartó la vista. ¿Qué estará sintiendo? Me pregunté. Tendrá que vivir con este horrendo vacío el resto de su vida. La familia de Claudia nunca lo superará, nunca se librarán de ese fuego de rabia que amenaza con consumirlos a todos.
“Nada de lo que digamos o hagamos podrá curar el dolor de su pérdida”. Reconocí. “Pero puedo escribir un artículo en español y en inglés sobre Claudia y su familia. Quiero que los estadounidenses comprendan quién era Claudia y cuáles eran sus sueños y sus esperanzas. Y quiero pedirles permiso para hacerlo”.
Vivian agregó: “Queremos que otras personas sepan quién era Claudia, que sepan más sobre toda su vida, cómo era de pequeña, quiénes eran sus amigos, cómo y dónde creció”.
Al parecer, Gilberto ya había pasado por esto: “Como ya he dicho, a veces las otras personas que vienen como ustedes piden ver la escuela en la que estudió, y ver la casa. Solo permito que la gente haga fotos del exterior de la casa”.
Le aseguré que lo comprendíamos, y añadí: “Ella debió de ser una joven muy valiente para decidir irse a los Estados Unidos y viajar tan lejos”.
Gilberto sonrió: “Sí que era muy valiente”.
Aliviada al saber que nos movíamos en el mismo terreno, continué: “Espero dar a conocer a Claudia a otras personas para que la vean como una persona real. Los estadounidenses tienen que comprender que los migrantes van allá para intentar conseguir una vida mejor para ellos y sus familiares. Porque entiendo que es muy difícil encontrar empleo en Guatemala”.
Gilberto volvió a asentir: “Sí, es dificilísimo. Claudia se graduó en 2016. Estuvo dos años buscando trabajo, y no encontró ningún empleo como contadora, que es lo que ella había estudiado. Por esa razón pensó en irse. Decidió que, como no encontraba trabajo aquí, lo mejor era irse”.
Me pregunté si los cambios en los patrones climáticos y las sequías estarían afectando a los agricultores de subsistencia, como Gilberto, que dependen del maíz para alimentar a sus familias.
Un artículo en National Geographic describía la desesperada situación de un agricultor de subsistencia. “Tras meses de subsistir casi exclusivamente a base de tortillas de maíz y sal, sus ojos y sus mejillas se veían hundidos, y la piel aparecía pegada sobre los huesos. La mayoría de sus vecinos tenían el mismo aspecto. Es plena estación de lluvias en Guatemala, pero… las lluvias llegan demasiado tarde. Meses tarde. Y paran de inmediato… Los cultivos se marchitan y mueren antes de producir un solo grano de maíz. Ahora, con los suministros de comida menguantes, y sin fuente de ingresos, se pregunta cómo será capaz de alimentar a sus seis pequeños.”5 El cambio climático es un factor significativo que está entre las causas de esta migración masiva.
“Mucha gente no entiende por qué los guatemaltecos se van para los Estados Unidos.” Expliqué. “Y como no lo entienden, tienen miedo. También hay racismo en Estados Unidos, igual que en Guatemala. Algunas personas están molestas porque piensan que los migrantes están ‘invadiendo’ el país y quitándoles el trabajo a los estadounidenses. Queremos hablarles sobre personas de verdad y sobre sus razones para dejar su país”.
Gilberto lo había vivido en su propia piel. “La razón por la que todos se van de aquí es porque no pueden mantener a sus familias”. Él mismo había sido migrante: “En mi caso, cuando fui para allá, fui para darles una vida mejor a mi esposa y a mis hijas. Porque si aquí hubiera trabajo, si aquí pudiéramos ganar lo suficiente, no nos iríamos a otro país. La primera vez estuve dos años, y eché muchísimo de menos a mi familia. Me habría quedado aquí si hubiera podido. Aquí, cuando tenemos dinero, vivimos bien. Pero cuando no tenemos dinero tenemos que salir a ganarlo. Yo enviaba dinero a mi mujer y mis hijas para que pudieran sobrevivir aquí. Mi hija menor estaba estudiando y yo le mandaba dinero para pagar la escuela. Claudia quería ir a la universidad, pero no había dinero para que ella siguiera estudiando”.
La puerta se abrió, y Lidia, la mamá de Claudia, entró acompañada por sus dos niñas. Lidia llevaba un huipil azul brillante con coloridos bordados alrededor del cuello. Contemplamos los hermosos bordados con admiración. “Los hizo Claudia”, sonrió orgullosa. “Este fue el último que hizo. Me lo dejó cuando se fue. Y me lo pongo casi a diario”. Lidia se unió a la conversación: “Le pregunté por qué quería irse. Me dijo que pensaba que en los Estados Unidos se puede ganar algo. Porque aquí apenas si tenemos para sobrevivir”.
“No, me voy. Lo tengo decidido”, nos dijo.
Gilberto asintió. “Creo que lo pensó por sí misma, porque yo no quería que se fuera. Cuando yo estaba allá en los Estados Unidos, ella me dijo que iba a ir y yo le dije ‘no, preferiría que te quedaras en Guatemala para estudiar’. Yo no quería que fuera. Fue ella la que tomó la decisión por sí misma. No queríamos que se marchase, pero ya tenía 20 años y aquí en Guatemala era una mujer adulta. No podíamos detenerla. Tal vez si hubiéramos intentado impedírselo se habría enojado con nosotros, ‘ustedes no me dejaron ir. ¡Pero es mi decisión!’”.
Los ojos de Lidia se llenaron de lágrimas: “Por otro lado, allí en los Estados Unidos ella todavía no era mayor de edad. Era tan joven… no lo pensó bien”.
Asentí. Yo también sé lo que se siente al querer impedir que un joven haga algo que podría poner su vida en peligro. “Cuando mi hijo tenía 21 años, iba a hacer algo muy peligroso. Pero yo no podía decirle que no lo hiciera porque, por muy joven que fuese, era un adulto y podía tomar sus propias decisiones”.
Gilberto afirmó con la cabeza: “Por eso le digo que lo mismo nos pasó a nosotros, porque tampoco pudimos decirle que no”.
¿Les habría contado Claudia sus planes?
“Nos dijo que no nos contaría cómo iba a viajar ni con quién iba a ir. Se fue sola. Nos prometió que volvería. Que no se quedaría allí. ‘Aquí se está mejor. Sólo me quedaré durante dos o tres años. Iré, ganaré algún dinero, y cuando vuelva iré a la universidad’, nos dijo. La voz de Gilberto se quebró. “Pero por desgracia no fue así…” Susurró tan quedamente que a duras penas pudimos oírlo. “Hubo que llevar a mi esposa al hospital el día en que se enteró de que habían matado a Claudia, y allí la pusieron en tratamiento. A mí, mis amigos me dieron tragos, pero el último día dejé de beber porque no podía parar de temblar”.
“Por favor” dije, “si esto les causa demasiado dolor pueden decir simplemente que no quieren hablar del tema”. Tenía tal nudo en la garganta que me resultaba dificilísimo respirar.
El rostro de angustia Gilberto cambió, y dijo con determinación: “Si puedo hablar hablaré, y si no puedo, no”.
Las dos niñas habían esperado pacientemente. Entonces Gilberto las presentó. “Estas son Edith Damaris y Emilie Aracely. Eran tres. Ahora solo quedan dos”.
Las niñas nos contaron que tenían 8 y 12 años, y que iban a la escuela en el pueblo. Cuando Vivian preguntó qué recordaban de su hermana se les encendieron los ojos.
“Era muy buena y muy linda. Jugaba mucho con nosotras. A veces jugábamos a la pelota fuera, a veces en la casa. También nos llevaba a la escuela y nos ayudaba con la tarea”.
“¿Cómo se sintieron ustedes cuando Claudia decidió irse a Estados Unidos?” <AQW1| “No nos lo dijo. No tuvimos ocasión de despedirnos”.
Lidia suspiró. “No, no les dijo a sus hermanas porque sabía que se iban a poner tristes. Se fue así, sin contarles. Dijo que las llamaría cuando llegara, no se lo fueran a contar a los vecinos.” Gilberto añadió: “Se fue sola, bueno, creo que se fue con alguien que la guio por el camino”.
Todos nos quedamos en silencio, mientras imaginábamos a Claudia marchándose de casa sin despedirse de su familia.
Aquel parecía un buen momento para tomarnos un descanso. Lidia nos ofreció refrescos: “¿Quieren algo como un zumo o una Coca Cola?”. Agarró una enorme botella de refresco y nos lo sirvió en vasos de plástico.
Todos tomamos un pedazo de pan Xelapan y probamos nuestro refresco. Después, me aproximé a la mesa y abrí la bolsa de regalos para las hermanas de Claudia. Se mostraron tímidas al principio. Quizás estaban abrumadas por los paquetes de lápices de colores, cartulinas y pegatinas. Les di a cada una de ellas una copia de un libro para niños que había escrito. Leyeron la historia en español y, entre risas, intentaron leer la versión en inglés y comenzaron a colorear las ilustraciones. Tras unos minutos, volvieron a poner los regalos sobre la mesa. Al levantarnos para irnos, noté en que las flores y los recipientes de comida formaban un altar frente a la imagen de Claudia; un ángel ascendiendo a los cielos.
Habíamos hecho ya muchas preguntas, y quería asegurarme de darles a ellos la oportunidad de preguntarnos también. Gilberto quería saber cuándo publicaríamos el artículo. Me giré hacia Lidia, y le expliqué: “Le hemos dicho a su esposo que no publicaremos nada sin que ustedes tengan la ocasión de verlo y decidir si hay algo que quieran añadir o quitar. Les enviaremos un borrador”.
Ambos asintieron. Preguntamos si podíamos recorrer la casa, tal vez ver la habitación de Claudia. Gilberto negó con la cabeza. “Casi nunca se la enseño a nadie. Muchos me han preguntado dónde dormía, pero eso no lo enseño. Cuando volví, hice dos habitaciones en la planta de arriba y les puse suelo de madera como los que tienen en los Estados Unidos. Quedaron bien bonitas. Ella dormía en una de estas habitaciones. Acababa de terminarlas y ella durmió en una de ellas durante unos veinte días. Después se marchó”.
Hubo una larga pausa, tras la cual Gilberto y Lidia salieron de la casa y nos animaron a seguirles. Las niñas nos enseñaron el patio donde jugaban a la pelota y a juegos de manos y palmas con su hermana. Vivian contempló la escena aprendiendo los movimientos, y luego les enseñó un juego parecido que ella misma jugaba cuando era pequeña.
Gilberto quiso mostrarnos el maizal que tenía sembrado en una pequeña finca detrás de la casa. Por el camino, unos cuantos perros muy simpáticos nos vinieron a saludar, pero había uno que nos enseñaba los dientes y se nos abalanzaba mientras caminábamos. “Era de Claudia. Cuando se marchó era un cachorrillo”, nos explicó Gilberto. “No paraba de llorar cuando se fue, y no se iba de su habitación. Todavía la sigue esperando”.
Parecía que había llegado la hora de despedirnos, pero teníamos una duda. Ana, Vivian y yo queríamos visitar la tumba de Claudia, aunque nos preocupaba que pedirlo directamente fuera demasiado indiscreto. No habíamos decidido si proponerlo o no, cuando Gilberto resolvió el problema: “Visitamos a Claudia todos los lunes por la mañana para llevarle comida y flores frescas. Pero podríamos llevarlos a ustedes hoy si quieren”.
El cementerio estaba a unos 20 minutos de la casa, y se accedía a él a través de una carretera de montaña empinada, llena de curvas y de rodaduras. Cuando llegamos, Gilberto nos guio entre las tumbas y se detuvo enfrente de la de Claudia. Nosotras nos quedamos detrás mientras él, con sumo cuidado, colocaba sobre la piedra un enorme ramo de calas que llevaba. No hacían falta palabras. Luego supimos que en Guatemala las calas representan la pureza, la santidad y la fidelidad.
Permanecimos en silencio durante unos minutos, tras lo cual, recordando el funeral, Gilberto dijo: “El cementerio se llenó de flores que trajo la gente. Había flores por todos lados. Llovía mucho, y a pesar de la lluvia la gente vino caminando, algunos bajo un pedazo de nylon o un paraguas. Pero otros ni siquiera tenían nada para protegerse de la lluvia”.
Gilberto sacó su celular para enseñarnos la cantidad de gente que había en el entierro. “Dejen que les muestre. Los vecinos nos dieron muchísimo apoyo de principio a fin, nos apoyaron con todo”.
En pie frente a la lápida, Gilberto continuó: “La lápida de la tumba proviene de Xela. La foto de la lápida proviene de Italia. Está hecha especialmente para que la imagen no se estropee. Durará cien años. Costó Q3,500.00. Como mi hija que es, tengo que hacer todo lo que pueda. Les pedí a mis primos que se encargaran del dinero. Les dije ‘No pueden negarle nada. Tenemos que dárselo todo’”.
“El cuerpo de Claudia tardó una semana en llegar. El miércoles alrededor del mediodía salió en las noticias. Llamé a un amigo que vive en Houston, que tiene la ciudadanía estadounidense, y él se encargó de llamar a la morgue y al Consulado guatemalteco. Gracias a eso fue más rápido. Creo que, como fueron los de migración los que la mataron, es por eso que la enviaron tan rápido. Un personal del Consulado estaba allí cuando fuimos al aeropuerto a recogerla. Llegamos en microbús, y nos dejaron entrar porque los medios ya estaban allí y no querían que nos entrevistaran. Sacaron un par de sillas y un gran centro de flores”.
“No hubo ceremonia, solo las flores. Un hombre del Viceministerio que estaba allí nos dijo: ‘No se preocupen, nos aseguraremos de que se haga justicia’. Pero eso fue solo en ese momento, porque después no supimos nada más. Dijeron que se haría justicia solo porque la prensa estaba allí.
Más tarde vinieron varios abogados, algunos de los Estados Unidos, y algunos de Guatemala. Vinieron porque querían que firmara un contrato para llevar el caso. Dijeron que iban a ganar el caso. Por eso vinieron, a algunos les llevó una semana entera, y venían todos los días intentando convencerme para firmar. Pero yo no firmé. Ya sabe, yo solo fui a la escuela hasta los ocho años. Apenas sé leer o escribir nada. Y mi esposa tampoco sabe ni leer ni escribir.
De modo que me tomé mi tiempo y al final me decidí por la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. Tengo entendido que son una buena organización. Firmé con ellos hace unos cinco meses y están trabajando sin cobrar. Les contacto semanalmente, y dicen que en este momento están investigando y preparándolo todo. Están buscando todas las pruebas que necesitan para el juicio.
Van a llevar el juicio a la corte y se va a conocer el nombre de la persona responsable de la muerte de mi Claudia. Están intentado hacer todo lo posible para que se haga justicia con mi hija.
Estoy enterado que el asesino no está en la cárcel, aunque supuestamente lo han suspendido de su cargo y sueldo. Quizá no vaya a la cárcel por ser un empleado del gobierno. Pero si ganamos el caso, quizás vaya. O quizás no”.
Gilberto se giró hacia mí. “¿Podrías llamar a los abogados, por favor? Como ciudadana americana, seguro que sabes cómo presionarlos para que hagan algo. Queremos que se haga justicia”. Gilberto me dio sus nombres y números de teléfono.
“¿Sabían que hubo una testigo que vio el asesinato de Claudia?”, preguntó Gilberto. “Una vecina, Marta Martínez, oyó el disparo; lo grabó con su celular y lo subió a Facebook Live. Salió corriendo de la casa y vio a un agente voltear el cuerpo de una joven. Esta joven, según Martínez, estaba bocabajo en el suelo, con la cara cubierta de polvo por un lado y de sangre por el otro. En su vídeo, se puede oír a Martínez gritarle al agente… ‘¿Por qué los maltrata, oiga, por qué los maltrata? ¿Por qué le tiró a la muchacha? La mataste. Mató a la muchacha. Ahí está la muchacha. Está muerta. Te vi con la pistola, bro’.
Cuando me enteré, llamé a Marta y le di las gracias, porque si no lo hubiera grabado no se habría hecho público. No se sabría nada al respecto. Lo subió todo en línea y lo vi en YouTube, vi todo lo que pasó. Pero no sé si se ve la cara del agente de Patrulla Fronteriza que la mató.
Marta lleva flores al lugar donde cayó el cuerpo de Claudia, y hasta me envió una foto. Ella es el último vínculo entre mi hija y yo. Así que sigo en contacto con ella.
Tras recibir la noticia, el celular no dejó de sonar. Hablé durante dos o tres minutos y lo apagué. Después, vi cinco o seis llamadas perdidas. La gente me llamaba para saludar e intentar animarme. Mi esposa atendía a la gente que venía a visitarnos y yo me encargaba de las llamadas, pero después de dos días le di el teléfono a mi primo. Cuando fuimos a enterrarla, él respondía el celular y yo atendía a la gente porque eran muchísimos”.
Ana sabía hacer preguntas con tacto. Sabía cuándo y cómo presionar, y cuándo debía permanecer callada; en ese momento, preguntó cómo había cambiado sus vidas esta tragedia.
“Ahora nos estamos recuperando, pero cuando sucedió cambió nuestras vidas por completo. Pero ahora, más que nada tenemos que continuar y seguir con nuestras vidas, porque no hay nada que podamos hacer. Aunque uno desearía que esto nunca hubiera pasado. Pero pasó, ya sucedió”.
“Si pudieras mandar un mensaje a la gente de los Estados Unidos, ¿qué les dirías?”, pregunté.
Gilberto hizo una pausa antes de responder. “Pienso que en los Estados Unidos hay gente buena y gente mala. No todo el mundo es malo. No odio a todo el mundo. Está esa persona mala que mató a mi hija. Le pido a toda la gente buena de los Estados Unidos que me apoyen para que se haga justicia”.
Volvimos a la casa en silencio en el carro. Mientras nos preparábamos para irnos, Ana se dirigió a Gilberto y Lidia. “Laurie y yo nos conocimos hace mucho tiempo aquí en Guatemala. Sé el trabajo que hace. La he acompañado a muchos lugares en el campo. Hemos trabajado juntas en otro proyecto en Nebaj con otras familias. Si quieren seguir en contacto con ella o contactar con ella a través de mí, o si las niñas, por ejemplo, necesitan algo, ella no es que tenga mucho dinero, pero es muy posible que pueda encontrar ayuda para ustedes o para las niñas. Ella les dio unas tarjetas con su número de teléfono a las niñas. Sé que quiere seguir teniendo una comunicación fluida con ustedes. Para cualquier cosa que necesiten, pueden llamarnos a mí o a ella. Quizás más tarde si se les ocurre alguna idea, o si piensan que podría hacerse algún tipo de homenaje en nombre de Claudia, podríamos hablar del tema”.
Llegó el momento de la despedida. Yo me encontraba a punto de llorar, y me di cuenta de que a Ana y a Vivian también les costaba contener las lágrimas. Mientras nos dábamos las gracias y nos abrazábamos, recordé que antes de conocerlos pensaba que conocía el motivo de aquella visita: saber sobre Claudia como persona, cómo fue su niñez, cómo fueron sus años en la escuela. No solo alguien que murió trágicamente. Pero en realidad, todos habíamos compartido algo imprevisto y profundamente personal. Nada intelectual como un artículo. Sin ni siquiera saberlo, habíamos ido para presentar nuestras condolencias y presenciar la cara humana del dolor de una familia que nos alimentó y nos dio la bienvenida a pesar de su pena. Ni soy maya ni soy guatemalteca, y aun así me abrieron las puertas de su hogar y me acogieron pese a ser del país donde un agente del gobierno había asesinado a su hija. Apenas podía yo comprender tal generosidad emocional, tal aceptación de cada uno de nosotros como personas, a pesar de los prejuicios y la política de mi país. No éramos más que seres humanos. Y lloramos juntos.
Nos marchamos, con la imagen de Claudia ascendiendo al cielo y su epitafio grabados en nuestra memoria.
FALLECIÓ EN ESTADOS UNIDOS, BUSCANDO EL SUEÑO AMERICANO SIENDO VÍCTIMA DE UN OFICIAL DE MIGRACIÓN DE ESTADOS UNIDOS, PERO SIEMPRE LA LLEVAREMOS EN NUESTRA MENTE Y EN NUESTRO CORAZÓN
Su nombre era Claudia Patricia Gómez González.
Agradecimientos
Ana Gómez Gómez, Vivian Ruby Torres (mis compañeras).
Billy Ochoa, Vivian Ruby Torres, Francisco Javier Zamora Camacho (traductores).
Hannah Levinger, Josh Levinger, Brenda Vale, Goyo Norman, Brenda Rosenbaum, Jared Kieling, Wendy Osterweil, Nina Spiro (apoyo y asistencia editorial).
Fernando Us, Elaine Elliot (contactos en Guatemala).
Pamela Yates, Nate Bacon (consultoría).
Simon Boton, Erick Colop, Vivian Ruby Torres, Laurie Levinger (fotógrafos)
Chris Lutz, The Byrne Foundation (apoyo económico)
UPAVIM (agente fiscal receptor de las donaciones).
Xeni Jardín (editora de Boing Boing, que creyó que la historia de Claudia debía ser contada y lo hizo posible).
Y en especial a la familia de Claudia: Gilberto Gómez Vicente, Lidia González Vásquez, Edith
Damaris Gómez González, Emilie Aracely Gómez González.
Gracias por lo que han compartido con nosotros. Los llevamos a Claudia y a ustedes en
nuestros corazones.
Mil gracias a todos/as